Blog de literatura y pensamiento

Ilustración de Christian Schloe


Copyright de todos los textos publicados en este blog con el nombre de Olga Beltrán Filarski.





01 noviembre 2020

Locos


¿Por qué será que aquellos a los que la mayoría llama LOCOS
son los únicos capaces de conseguir lo que también la mayoría considera IMPOSIBLE?

                          Olga Beltrán Filarski


06 septiembre 2020

Lazos de sangre



Reinaldo García Hoyos había ido divisando la ciudad a medida que el buque mercante Panamá se aproximaba a los muelles en una lentitud que a él se le hacía exasperante tras tantos días de navegación entre hombres rudos y parcos en palabras, con el olor a herrumbre, a sudor y a salitre adherido a la nariz.
Sus ojos esforzados fueron abriéndose paso poco a poco entre la bruma temblorosa de las primeras horas de un amanecer de marzo que envolvía la ciudad como un capullo al gusano de seda. Desde allí y en ese preciso instante, cualquier forastero que se aproximase por vez primera, la hubiese imaginado una ciudad gris, de calles y muros renegridos, una ciudad fuliginosa de gentes con el alma indefinida, chorreando tristeza, almas evanescentes, como aquella neblina inconsolable que exhalaba humedad, como aquella luz que no pertenecía ni al día ni a la noche, luz sin dueño.
Reinaldo era marino desde niño. A los catorce años se embarcó por vez primera; un cachorro muerto de espanto y de excitación a un mismo tiempo que dejaba atrás el nido en que se crió, el único refugio que había conocido hasta entonces, y se aventuraba a encararse solo al auténtico mundo, rumbo a un destino desconocido. Descubrió países, ciudades remotas, costumbres extrañas, caracteres incomprensibles, lenguas indescifrables, y noches de soledad mecido por el mar sintiendo la angustia de la lejanía, la pérdida de las raíces y la incertidumbre de su destino. Creyó al principio que con el tiempo esa congoja íntima y vital se desvanecería igual que la niñez se marcha para no volver sin que uno lo sienta, pero no fue así. Y esa fría mañana de Marzo, que en nada presagiaba la cercanía de la primavera, mientras el Panamá atracaba en un puerto más, la morriña ansiosa seguía allí, anclada con más fuerza que aquella con que la enorme áncora del Panamá penetraría jamás en el fondo marino, pero también una vez más, como hacía en todos los puertos, ignoró Reinaldo la rémora que llevaba adherida al alma, igual que el casco mismo del buque, y aunque el alma humana no podía calafatearse, él trataba de remozarla para evitar que se volviese quejosa y vieja sumergiéndola en el sopor del alcohol y en el cuerpo de alguna mujer siempre que ponía el pie en tierra firme. La tibia y mórbida carne femenina lo deleitaba brindándole la sensación más dispar a la de hallarse en el barco, tan duro y frío, áspero, reseco por la sal, nauseabundo incluso en sus olores. Nada tan tierno y cálido como un cuerpo de mujer, nada tan alejado de la rudeza de los hombres del mar, curtidos por dentro y por fuera, desarraigados itinerantes.
Encontró aquella noche a María deambulando en una calleja oscura de las cercanías del puerto, con el rostro muy pintado y una flor blanca en el cabello. Era muy joven, y guapa. Ella lo miró con sus ojos rasgados de un insólito gris azulado, entre misterioso y melancólico, que reflejaban una extrañeza mal disimulada: era la primera vez que trataba con un mulato y sintió cierto reparo, ella, que con tantos hombres desconocidos y de aire más embrutecido que Reinaldo había hecho tratos sin recelos. Pero cuando él le habló, su acento le sonó meloso y tranquilizador y dejó de dudar; un hombre con una voz tan dulce no podía hacerle ningún daño. Lo condujo a su cuarto, en una pensión vieja y sombría de la que entraban y salían parejas, todas con aspecto de haber ido allí a hacer lo mismo que ellos dos. Sabes a melaza, se le ocurrió a ella susurrarle al oído –sin caer en la cuenta de que en realidad no conocía el sabor de la melaza- mientras lo tenía encima balanceándose sobre su cuerpo, como si aún no se hubiera desembarazado del ritmo del mar. Jamás había ella gozado del placer sexual con un cliente, pero con Reinaldo lo hizo. La excitó el contraste entre su piel tan blanca y la broncínea del hombre, la una contra la otra pegadas entre ellas por la humedad de las carnes; la excitó su olor, como a madera y a un tabaco muy puro; la excitó la fuerza que percibió en los fornidos brazos que la rodeaban y entre los que se sintió muy menudita y totalmente poseída... Fue algo inusitado: el primer orgasmo con un hombre que pagaba por yacer con ella.

05 julio 2020

Lágrimas


     

Cuando se cometen injusticias contra alguien de espíritu fuerte,
sus lágrimas suelen convertirse en semillas.

                                     Olga Beltrán Filarski


Ilustración: Gustave Klimt - Lágrimas de Oro

31 mayo 2020

Vida de ratón


    

     Tuve una gata blanca y pelirroja llamada Kitty. Mi pareja y yo la habíamos encontrado siendo muy pequeña, una cría, en las obras de unos chalés que se construían frente al mar. Parecía que alguien la hubiera abandonado allí, o que hubiese perdido a su madre. Al principio nos temió; no quería dejarse atrapar, ignorante de que lo único que pretendíamos era llevarla con nosotros, darle un hogar. Bastó con echarle una cazadora por encima para que su minúsculo pero rápido y ágil cuerpecito fuese incapaz de escapar, confundido en la oscuridad que de repente se cernió sobre él y entorpecido bajo el peso del cuero y la tela que le impedía avanzar. Pero enseguida se acostumbró a nosotros, y aún más a la casa de campo en la que vivíamos, donde tanto podía dormir plácidamente en el sofá acurrucada frente al fuego como corretear en libertad en el exterior, donde la esperaban innumerables tesoros: desde el reto de conseguir trepar a un árbol, perseguir a una mariposa o a cualquier otro sufrido insecto, hasta brincar por la tierra arada y tierna, de surco en surco, escondiéndose entre ellos como si se creyera un soldado que va avanzando hasta las trincheras enemigas. Fue en esa casa donde tuvo su primer encuentro con un ratón. Era un ratón de campo, de pelaje marrón, al que vi bajar corriendo por el pasamanos de la escalera mientras Kitty, empujada por su instinto, daba brincos intentando atraparlo, aunque aún no contaba ni cinco meses y era todavía incapaz de cazarlo. Corría el roedor a una velocidad tal que estuve a punto de perderlo de vista. El infortunado ratón fue a elegir el sitio menos apropiado en su huida y entró en el cuarto de baño, un lugar pequeño y sin apenas muebles ni recovecos donde le fuera posible esconderse. Vi a Kitty entrar tras él. Me dirigí hacia allí dispuesta a sacar a la gata y a abrir la ventana para darle a su víctima la ocasión de escabullirse, pero cuando llegué fui testigo de cómo Kitty le asestaba un buen zarpazo al ratón, y aunque este siguió intentando huir, ahora más torpe y lentamente, estaba sangrando. Su perseguidora, de pronto, parecía menos nerviosa y lo contemplaba con curiosidad, alargando la pata para apenas tocarlo levemente, como si quisiera tan solo examinarlo en un juego despiadado. Pensé que, puesto que estaba herido, lo mejor sería matar al ratón, que cada vez se veía más débil y que se había detenido en un rincón de la ducha, con aspecto de hallarse exangüe. Aún no había tenido ni tiempo de sacar a la gata de allí cuando esta se abalanzó de nuevo sobre él, quien volvió a correr en una huida inútil. Agarré a Kitty y salimos las dos del cuarto de baño. Cerré la puerta y fui a buscar una azada, pensado que era la única manera de terminar con aquel pobre animalillo, de un único y rápido golpe certero, cuanto antes mejor. Cuando, armada ya, volví a entrar en el baño, el ratón echó a correr de nuevo, dándose cuenta de que yo quería matarlo, e hizo algo que me impresionó tanto que, muchos años después, aún no he podido olvidar, algo que yo hubiera creído imposible que un minúsculo cerebro de ratón fuera capaz de tramar: comprendiendo cuál era mi intención, trató de hacerse pasar por muerto a fin de engañarme, pensando que de ese modo yo me daría por satisfecha al creerlo sin vida y me marcharía, lo cual sería su ocasión para huir. El animal estaba corriendo y de repente se detuvo, se tumbó de costado en el suelo y se quedó inmóvil, con sus diminutos ojillos cerrados, pero algo lo delataba: su corazón latía frenéticamente, como si diera brincos bajo la piel y el pelaje tratando de huir también él de aquel cuerpo ya condenado. Yo no podía creer lo que veía. Quizás no era eso, no era posible; tal vez se había desvanecido, herido como estaba. Pero, entonces, ¿cómo podía su corazón latir tan desaforadamente? Para comprobarlo lo rocé ligeramente con el pie, no por ello sin dejar de sentirme cada vez más compungida por él. Inmediatamente se incorporó y empezó a correr de nuevo, demostrándome así que lo que yo suponía era cierto: el animal había pretendido engañarme en un intento desesperado de salvar la vida. Por un momento dudé, desconcertada, entre dejarlo escapar o matarlo, pero lo veía claramente herido y pensé que lo mejor sería evitarle sufrimientos. En cuanto se detuvo no lo pensé más. Haciendo acopio de valor lo maté de un solo golpe. Pero aún a veces me acuerdo de él, de lo que me sorprendió su astucia, el cómo pudo tramar una estrategia así en unos segundos de pánico para salvarse y, sobre todo, me hizo darme cuenta de lo poderoso que es el instinto de supervivencia con que nacemos, ese intrínseco apego a la vida, en ocasiones incluso a una vida que quizás no valga el precio de tantos sufrimientos y esfuerzos y a la que nos aferramos igual que aquel pobre animal acorralado se aferraba a su pequeña y frágil vida de ratón.
     Todavía en ocasiones me pregunto si tal vez se hubiera salvado de no haberlo matado yo, si quizás hice mal. O tal vez no..., tal vez, como era mi intención, tan solo le ahorré sufrimientos... No sé.

       Olga Beltrán Filarski

05 mayo 2020

La hormiga-cigarra




       Hace ya muchos años, en una excursión al campo, descubrí a una hormiga a la que nunca he olvidado. Era una hormiga-cigarra, y mientras todas las de su hormiguero avanzaban en fila cargando disciplinadas las provisiones que encontraban por el camino, ella se había escabullido y había subido a la hoja de una planta, donde permanecía, libando sus jugos al sol, a su aire, tan tranquila, y parecía feliz, absolutamente ajena al ajetreo de las demás. Ese día me di cuenta de que hasta entre los insectos existe el distinto, el anarquista, el hippy al que nadie le dice lo que tiene que hacer. 

          Olga Beltrán Filarski


03 mayo 2020

La fábrica de mentes clónicas



Vosotros, seres pequeños,
grises cancerberos de la fábrica de mentes clónicas:
echad al caldero y removed,
removed huesos de niños muertos,
pureza profanada,
semillas que nadie sembró,
voluntades podadas,
injertos de temor y culpa,
de dioses e ideas prefabricadas,
de ídolos y héroes santificados y demonios irredentos,
acatamiento,
falso respeto,
hastío,
obligación,
gritos ahogados en gargantas amordazadas
que nunca rasgarán el silencio.

Removed,
removed el caldero,
vosotros, hacedores de ciegos con ojos,
de sordos con oídos, 
de mudos con voz,
de espíritus domesticados que le temen a la luna llena
y cerebros que se anquilosan enjaulados en los confines de las verdades vigentes,
de peces que se muerden la cola repitiendo el mismo círculo una y otra vez
atrapados en una pecera de aguas estancadas.
Removed con vuestro único y pobre rasero
el caldero hediondo donde bulle y se cuece
toda la pestilencia de nuestro mísero mundo.

                       Olga Beltrán Filarski


Ilustración: Yauheniya Piatrouskaya




27 abril 2020

Prisionera



Prisionera a cadena perpetua
de la cárcel de huesos y carne de mi cuerpo,
que el devenir de los años transforma a su antojo.
Atrapada en una identidad de nombre y apellidos,
profesión, genética, raza,
clase social, nacionalidad,
esclava de costumbres y rutinas,
de conceptos quizás ilusorios,
de memorias dolorosas y recuerdos añorados,
de temores y deseos.
Sola,
en medio de un universo del que se que formo parte
y que, sin embargo, tantas veces se me hace ajeno.
Amazona del tiempo
cabalgando las horas, los minutos, los fugaces segundos,
transitando una senda sinuosa, 
navegando entre las inexorables fronteras del nacimiento y la muerte,
desde el cálido y seguro vientre materno
que me arrojó inmisericorde al primer llanto de este mundo,
hasta el frío seno de la tierra,
los umbrales del vacío, de la nada,
del misterio insondable,
del espacio pavoroso y desconocido
en que se extinguirá mi conciencia.

                                         Olga Beltrán Filarski

      Ilustración: Norman Duenas


20 abril 2020

El sendero



            A simple vista se trataba de un sendero sencillo de recorrer; no era pedregoso, ni demasiado zigzagueante, carecía de pendientes... Lo contemplaba desde una torre de madera destartalada por el azote de los elementos y por el paso del tiempo que servía de observatorio a pacientes ornitólogos y a paseantes que desearan hacer un alto en el camino para consumir su tiempo ocultos en aquel rincón de paz, desde el cual la vista divisaba todo el prado hasta perderse en un horizonte recortado tan solo por las siluetas de algunos árboles que parecían rizadas excrecencias. 
          Partiendo en dos la monotonía de la llanura estaba él, el sendero blanquinoso, deslizándose sereno entre el verde suave de la vegetación de aquel lugar. Discurría tan sosegadamente que tentaba a acercarse y a recorrerlo, igual que una de esas maquetas por las que circulan los trenes de juguete en los que las poblaciones, las vías férreas, las colinas y los caminos desprenden tal armonía que dan ganas de poder convertirse en un hombre diminuto, como el viejo Gulliver, y adentrarse en ese mundo tan aparentemente ordenado, bello y apacible en el que nada se vislumbra del caos que invade nuestras existencias en el mundo real.
           Si desde la posición en que yo me hallaba acomodada en la torre-observatorio hubiera visto recorrer el sendero a alguien en bicicleta y ese supuesto ciclista, sin motivo aparente, hubiese caído, habría yo pensado que no se trataba más que de un patoso, pues resultaba ridículo tropezar y caer en un camino tan llano y amable, y seguramente me habría burlado de aquel a quien yo tomaba por un torpe, pero esto habría sucedido únicamente en el caso de que yo misma no hubiese recorrido antes también en una bicicleta aquel sendero. Sólo visto muy de cerca, o, mejor dicho, hallándose exactamente sobre él, podía uno darse cuenta de que era arenoso y de que las ruedas de una bicicleta derrapaban con facilidad al hundirse en cualquiera de los numerosos y pequeños montones de arena que lo ondulaban sutilmente y que le proporcionaban ese aspecto blanquinoso que tan agradable resultaba a la vista en contraste con el verde del prado. 
         Igual que habría tildado yo de patoso al ciclista que cayese en el sendero de no haberlo recorrido antes yo misma unos días antes y conocer por tanto su dificultad real, así juzgamos a los demás en el recorrido por sus vidas, cuyos auténticos obstáculos ignoramos absolutamente y de las cuales tan solo conocemos la apariencia que ofrecen a los ojos que las contemplan a distancia como desde un observatorio en el que jamás se es protagonista. Muchas veces se nos antoja el camino de los demás sencillo y apacible, igual que aquel sendero que trajo estos pensamientos a mi cabeza mientras empezaba a atardecer y de los que el zumbido de un moscardón que revoloteaba impertinente a mi alrededor acabó por apartarme.

              Olga Beltrán Filarski




16 abril 2020

Hace frío esta noche


Hace frío esta noche.
El Universo se estremece a oscuras y el viento sopla fuera.
Un techo me cobija y una lámpara me alumbra,
pero yo deambulo siempre entre las sombras
de la mujer que anda sola por el mundo.

Hazme un hueco
en el calor blando de tu lecho,
solo por esta noche,
y déjame un rescoldo
del fuego que tú guardas.

El Universo se estremece a oscuras.
Dime cosas dulces,
y aunque sea una ilusión
hazme sentir frágil,
protegida entre tus brazos,
poseída por la fuerza que aparentas;
quisiera tener dios,
hogar, raíces,
tierra y destino,
en vez de vagar
perdida entre la gente
que como yo viene y va,
y busca y no encuentra,
y halla y pierde,
y anda y lucha,
y cae…
                 y llora…
                                                          y se vuelve a levantar...

                                                       
                                                 Olga Beltrán Filarski



14 abril 2020

La pantera cautiva





 En los intrincados recovecos de su memoria yacen soterrados recuerdos remotos, el legado genético de sus antepasados, el conocimiento inconsciente de aquello para lo que la naturaleza la creó, sus ancestrales instintos desterrados, sofocados en un exilio de por vida en la celda en que nació cautiva, su cuerpo, prisionero, como su alma; un ser degradado entre rejas a través de las que cientos y miles de ojos horadan su intimidad. Jamás ha contemplado los rayos del sol irrumpiendo como lanzas ígneas entre la vegetación exuberante, nunca trepó a los árboles para olisquear la cúpula del cielo que la selva cicatera niega a sus criaturas, ni anduvo con su sigilo de felino por las ramas nudosas enmarañadas de plantas que también sienten nostalgia de la luz. No ha escuchado chillidos y cantos de pájaros voluptuosos, ni han colmado su olfato olores incitantes de apetecibles presas que excitan la adrenalina, desconoce el vértigo de la caza envuelta por las cómplices sombras de la noche, la libertad y el placer de pasear con orgullo su silueta esbelta y temible entre el follaje viendo y sin ser vista, protegida por la espesura de miradas indeseables. 
Anda de un lado a otro de su reducida celda, inquieta, cabizbaja, hastiada, humillada en su prisión, mientras la gente contempla en su día de asueto el patético remedo de una pantera. Debe agradecer a sus carceleros, como muchos de los otros seres castrados que residen entre los muros del presidio, al servicio de la insaciable curiosidad humana, la supervivencia de su especie, amenazada en los territorios para los que la naturaleza la dotó, la supervivencia a cualquier precio, a costa de toda dignidad, una supervivencia engañosa; e inútil: la pantera real no es ese ser degenerado de mirada triste que se consume entre barrotes, jamás nadie podrá enseñarle a nadie qué es una pantera a través de esa lamentable visión. Lo único que podría aprenderse ante esa jaula es lo que no debe hacérsele jamás a un ser vivo.


                                                                                                Olga Beltrán Filarski

08 abril 2020

Invierno



El invierno trepa por los huesos,
por las paredes,
por las cañerías,
como una hiedra de hielo
encaramándose a los cuerpos y las almas,
gotea por los grifos, por las narices,
sobre los charcos,
sella con burlete las ventanas,
cubre de bruma los espíritus,
repta por las aceras blancas mancilladas de barro,
dibuja ramas desnudas sobre el lienzo de las mañanas grises,
grita por las gargantas de los cuervos negros,
llora desde el cielo su llovizna melancólica,
se estrella contra los cristales empañados,
contra las puertas cerradas,
vaga por las calles
paseando su triste soledad de perro abandonado,
arrastrando su cuerpo amorfo,
como un alma en pena,
perseguido por la primavera que conspira en secreto bajo la tierra,
empeñada en reconquistar su verde reino
de pájaros y flores.

                                                                                                                                                                                                                                                                       Olga Beltrán Filarski



05 abril 2020

Amanecer



Olas blancas de lirios,
las ondas de la sábana blanca
sobre nuestros cuerpos amándose.
Y el alba clarea el perfil del horizonte.
Pétalos retorcidos se elevan y enredan,
caen y se desvanecen en el lecho,
navío que surca el delirio.
Y me quemas toda la sangre,
y me quemas la carne entera.
Y la luna se queda sola,
cuando los luceros se apagan,
moribunda y desnuda 
sin su manto sombrío,
espiando lánguida al otro lado 
de nuestra ventana abierta,
envidiando, ella que muere,
el estallido implacable del que la vida mana.
Y recorro las sendas de tu piel morena,
y te absorbo y me llenas,
y me envuelves toda con tu cuerpo entero,
hasta que tu ser se desborda en el mío,
mientras la luna desfallece entre las luces del día nuevo.

                              Olga Beltrán Filarski

Ilustración: Il Rito, de Roberto Ferri

Los juzgados


Por los sombríos pasillos de los juzgados
reptan impúdicas las miserias,
se convulsionan desasosiegos y rencores.
Sus gélidas entrañas de mármol blanco y hormigón
regurgitan vergüenzas y rencillas.
En el aire denso que vibra entre sus muros
hiede la putrefacción,
en polvorientos anaqueles saturados,
en mesas de secretarios arrogantes,
en grises expedientes.

Crónicas de pequeños y grandes dramas 
duermen su sueño inquieto
en carpetas de colores sarcásticamente apacibles.
Esperan al juez que sentencie los destinos,
al frágil y falible ser humano que dictamine
quién inocente y quién culpable,
que escarmiente o exima.
El pequeño e impasible ser
revestido de solemne toga negra
al que la vida fraguó como a los demás,
por la avenidas del sufrimiento y los temores
y que, como los demás, va manchado por el lodo
de los recuerdos dolorosos que le hicieron ser quien es,
un ser humano modelado con carne, huesos,
anhelos, apegos y fobias que ninguna ley podrá acallar.

Furgones policiales arrojan hombres esposados
al bajo vientre del purgatorio terrenal.
Sepultados en la jaula se muerden los puños.
Tras las rejas negras de los lúgubres ventanucos a pie de calle
escuchas los lamentos y la congoja de quienes los esperan fuera,
ven avanzar las piernas de los que andan en libertad,
ajenos a sus quebrantos,
prisioneros quizás de otras cárceles,
pero ellos, allí abajo,
más abajo que el resto del mundo,
enterrados vivos,
cautivos de los imperturbables mercenarios de la ley,
de la justicia tramposa de ojos descubiertos y balanza desigual,
que engulle vidas y sesga cabezas desheredadas 
mientras cobija bajo el ala, 
en sus vericuetos intrincados,
a los cachorros de la estirpe que la engendró.

                                         Olga Beltrán Filarski

26 marzo 2020

Los cementerios de la guerra




 Paseando por Berlín descubrí dos cementerios de guerra: el de los combatientes aliados pertenecientes a los países de la Commonwealth[1] caídos durante la Segunda Guerra Mundial, y otro que ocupa solo una parte del mayor cementerio judío de Europa, en el distrito berlinés de Weißensee, y en el que se hallan enterrados hombres judíos fallecidos en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial.

El primero que visité fue el de la Commonwealth. Había visto cementerios de este tipo en televisión e incluso en fotografías, pero jamás pisé uno hasta ese momento. Al andar por allí, en medio de ese silencio solemne en el que solo los pájaros se atreven a levantar la voz, avanzando por un piélago de impolutas cruces blancas tan uniformes y simétricamente dispuestas como en una formación militar, estremece ser consciente de que, bajo tus pies, bajo la mullida alfombra verde de tierna hierba, yacen los restos de un sinfín de hombres muy jóvenes, algunos casi niños, todos ellos víctimas de la estupidez, la sinrazón, la codicia y la barbarie humanas. Estremece más aún leer las inscripciones de las cruces, que revelan el dolor de sus familias, su añoranza, su pesadumbre, el vacío que en ellas dejó la ausencia de su ser querido: padres que perdieron a sus hijos -algunos de ellos hijos únicos-, hijos que perdieron a sus padres –la mayor parte bebés o niños muy pequeños-, esposas a las que les arrebataron a sus maridos... Todo el mundo debería visitar un lugar así y experimentar la impresión y la tristeza que se esparcen por dentro al contemplar ese paisaje desolador que no tendría que existir en ningún lugar. Los seres allí enterrados murieron tratando de enmendar los errores de personas con auténtico poder, económico y político, que por sus intereses habían conducido al mundo hasta ese punto de aberración, poderes de ambos bandos, a los que nada importó abocar a la tragedia y la muerte a millones de personas con las que jugaron como si de peones de ajedrez se tratase. Ellos yacen allí muertos y los generales y políticos se colgaron las medallas, los mismos que directa o indirectamente habían aniquilado a esos hombres, y aún se conmemora con ceremonias militaristas –más de lo mismo- aquella victoria en una conflagración que representó la derrota más grande de la Humanidad y que entre todos habían tejido. Mientras los fascismos avanzaban en Alemania, en Italia y en España, el resto de gobiernos europeos prefería mirar hacia otro lado, lo toleraba. Temían más al comunismo. Permitieron a los nazis prepararse y extenderse tanto que su acometida se volvió imparable; se les fue de las manos. Francia y Gran Bretaña hubieron de esperar a que Hitler se aliase con el comunista Stalin para declararle la guerra a Alemania. 

Si alguna conmemoración debiera hacerse habría esta de servir para recordar los errores que condujeron a la tragedia colectiva y a millones de tragedias individuales y evitar que volvieran a producirse. Mas no veo cómo puede lograrse esto con exhibiciones de aviones de guerra, bandas militares y más banderas.

La mayoría de tumbas de civiles del cementerio judío de Weißensee ofrecía un lamentable aspecto de abandono, al menos en la época en que yo lo visité -ignoro si hoy en día ha cambiado-. Pertenecen casi todos los sepulcros a personas fallecidas hace muchas décadas, algunas incluso más de un siglo. Imagino que una gran parte de los descendientes de quienes yacen a los pies de esas lápidas en estado ruinoso no debió de sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial y los que sí lo hicieron probablemente se marchasen a otros lugares tras la guerra. Atrás quedaron las tumbas de sus seres queridos, devoradas por las dentelladas del paso del tiempo, el abandono y la hiedra polvorienta, entre montones de hojas secas. Comprobé que solo una parte del cementerio se encontraba en perfecto estado de conservación, pues era evidente que se le prodigaban cuidados continuos. Se trataba de la zona en que se hallan las tumbas de los soldados judíos alemanes caídos en la Primera Guerra Mundial. Preside esta zona del cementerio un monumento que la comunidad judía de Berlín erigió en honor de estos jóvenes (para usar este último adjetivo no hay más que leer las fechas de nacimiento y defunción de cada uno de ellos inscritas en las lápidas). Solo ellos merecían estos cuidados y se hallaban exentos de la necesidad del pago de una cuota por parte de sus familiares vivos para que sus tumbas no ofrecieran el patético aspecto que mostraba la mayor parte del resto. Dieron la vida por su patria y ello les había concedido esos privilegios póstumos. 

Resulta trágicamente irónico pensar que los jóvenes cuyos restos yacían bajo la tierra que yo pisaba en esos momentos murieron por una patria que en poco más de dos décadas habría de querer arrojarlos de su seno y destruirlos como una madre que devorase a sus cachorros.

Imagino que la comunidad judía recuerda con ese monumento cómo sus antepasados, igual que el resto de alemanes, dieron también sus vidas por la patria, aun cuando esta renegase luego de ellos a traición, y esas tumbas son prueba fehaciente de ello, pero, como todas las otras tumbas de guerra del mundo, ya pertenezcan a judíos, gentiles, blancos, negros, amarillos, musulmanes, budistas o ateos, también son prueba de lo absurda que resulta nuestra concepción de lo que significa “dar la vida por la patria”. ¿No debería más bien llamársele “darle muerte a la patria” el hecho de sembrar su suelo de cadáveres, regar sus tierras con sangre y abonarlas con huesos de jóvenes, viejos, hombres, mujeres y niños, arrasar cosechas, edificios, hospitales, escuelas y fábricas, matar y dejarse matar, enriquecer a los que se nutren de toda esa destrucción, sembrar el odio, aniquilar las libertades y el pensamiento...? No existe patria, ni razón, ni idea que justifique todo eso. 

¿Cómo puede construirse o defenderse un país de ese modo?  Quien participa de semejante demencia colectiva diciendo que lo hace por amor a su país posee una pervertida idea de lo que es el amor. Se construye el país al que se ama fomentando en él el respeto por los demás, la ética, la cultura, el arte, la ciencia, la justicia, la libertad, la educación... Y todas esas cosas... solo traen vida. Nadie debe dar su vida por ellas, si acaso serán ellas las que harán sentir más vivos a quienes las practiquen, jamás dejarán a un país en ruinas y repleto de huérfanos, tullidos y cadáveres. Todas esas cosas... construyen un país y lo convierten en mejor, y dedicar a ellas la vida sí que es dar la vida por la patria. 

                                                                                                                                                                        Olga Beltrán Filarski


[1] Asociación de carácter político y económico conformada por el Reino Unido y por países que comparten lazos históricos con él. Durante la época de la 2º Guerra Mundial formaban parte de ella Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda, Canadá, Sudáfrica y Chipre.





20 marzo 2020

El universo en una taza de café

 

Avenidas turbulentas,
arterias de la urbe bombeando su circulación,
humo, frío, rostros taciturnos,
cielo gris, días grises, almas lánguidas.
La máquina no se detiene.
El refugio de un café,
una impoluta mesa de mármol,
vaho en los cristales,
una tregua en el fragor de la batalla.
Tintineo apresurado de cucharillas,
diligentes oficinistas acicalados
rebañando los minutos de un respiro,
afanosos obreros del hormiguero.
Y en la pequeña taza blanca,
el latido del universo
reposando dormido tras la faena
de semillas fecundadas,
de manos campesinas,
de las fértiles entrañas de la tierra,
de los ciclos incansables del agua,
del sol y del influjo de la luna.
Todo contenido en esa taza de café,
que será apurada de un sorbo indiferente
con prisa por regresar a los ciclos inmutables de la rutina,
a una naturaleza muerta de ascensores,
calefacciones y aires acondicionados,
de moquetas y espíritus adormecidos.

                                          Olga Beltrán Filarski


       

15 marzo 2020

Prejuicios


Las personas que actúan guiadas por prejuicios son como los ordenadores, que necesitan ser programados con órdenes concretas, puesto que no poseen la facultad de juzgar y decidir por sí mismos qué debe hacerse a cada momento. Los seres humanos con prejuicios precisan igualmente de esos mandatos prefabricados para saber cómo actuar y qué pensar. Sus mentes no son capaces de valorar por iniciativa propia qué actitud e ideas deben adoptarse ante situaciones nuevas, y no interpretan la realidad que tienen delante de las narices con sus propios ojos, no aprenden ni leen en ella, sino a la inversa:  la adaptan a sus prejuicios para que, sea como sea, encaje en esos esquemas simples que les evitan el esfuerzo de analizar y sacar conclusiones por sí mismos.

La especie humana se divide ante todo en dos clases: la de aquellos que poseen un cerebro libre y la de los que lo tienen encadenado por los prejuicios.

                 Olga Beltrán Filarski


05 enero 2020

Corazón virgen



Apenas los suspiros han rozado tu corazón,
melancolías,
nostalgias del futuro que te queda por vivir
y descubrir
lo que reserva para ti.

Sueños de niña
y fantasías,
corazón virgen
que no conoce aún
los naufragios del amor,
ni los golpes ni el dolor,
cicatrices que van surcando el corazón
y lo amarran como una hiedra,
lo endurecen
como coraza.

No te creas, niña,
que los cuentos son verdad,
que no hay príncipe azul,
los hombres son de carne y hueso
y si besas a un sapo,
sapo se queda,
y cuídate bien
de que no sea venenoso.

El reino encantado es la jungla de asfalto
y a la bruja la tienes
en la mesa de al lado.

Querría poder protegerte
del día en que descubras
qué es dar y no recibir,
las decepciones y las traiciones,
y volver a empezar
luchando por no  perderte,
y si eres fuerte,
la soledad de ir a contracorriente.

Quisiera solo...
                                     poder protegerte.

                                                                                         Olga Beltrán Filarski

Ilustración de Christian Schloe.