Blog de literatura y pensamiento

Ilustración de Christian Schloe


Copyright de todos los textos publicados en este blog con el nombre de Olga Beltrán Filarski.





26 agosto 2022

Urbe



La noche va tomando la ciudad,
colándose sigilosa por sus intersticios, esquinas, avenidas,
avanza imparable por las ventanas y las rendijas de las puertas, 
desvanece los perfiles de los edificios,
empapa de oscuridad las cabezas cansadas y soñolientas,
ansiosas de adormecerse frente a una pantalla
contemplando vidas de plasma.
Una luna adulterada, asfixiada entre el neón,
cuelga de la cúpula de un cielo lánguido como lámpara raquítica,
ignorada por todos,
con tristeza de muchacha fea en un baile.
Las entrañas de la urbe engullen a los transeúntes
por su boca mecánica de dientes plateados,
trayecto Estadio Olímpico - Cerro del Carmelo,
estación plaza de Los Héroes,
héroes que ya nadie recuerda,
si acaso algún erudito, algún leído,
para los demás nada significan,
un lugar de encuentro quizás, una parada más,
para los mendigos un buen sitio donde pedir.
Seguramente vencieron aquellos héroes en su remota batalla,
nadie quiere acordarse de los perdedores
que empequeñecen a la patria.
El metro aparece orgulloso en la boca del túnel,
irrumpe en la estación 
con su blancura impoluta y seguridad de mastodonte,
arroja y engulle pasajeros con afán bulímico.
Mecidos por el suave traqueteo,
sentados unos frente a otros,
temen mirarse a los ojos,
siluetas de rostros herméticos se reflejan en las ventanillas
sobre la oscuridad del pasadizo,
recorriendo las vísceras de la ciudad,
transitadas por viajeros, metros, trenes,
cloacas y espeluznantes criaturas del submundo
que viven su vida secreta bajo las aceras pisoteadas.
Un ritmo apagado e insistente musita en el iPod de un muchacho
de rostro bello y ausente y gorro de lana gris,
una mujer entrada en años y en carnes lo contempla,
aparta la vista discreta cuando él levanta la suya,
se adormila a su lado un hombre de mofletes rojos y corbata azul
sus manos descansan sobre un maletín de ajado cuero negro, 
preñado de tareas pendientes.
La voz femenina sin rostro de todos los días anuncia la próxima parada,
plaza del Emperador,
tampoco casi nadie se acuerda ya de aquel emperador,
si acaso las palomas que aterrizan cada día 
en su solemne estatua indiferente salpicada de cagadas. 
Otro alto en el camino,
las puertas mecánicas se abren de nuevo
en su frenético regurgitar de gente.
Buenas tardes, señores,
soy padre de familia
sin trabajo ni ganancias,
sin ayudas del Estado,
tengan compasión de mí,
un auxilio, por favor.
Cabeceos negativos, miradas esquivas,
tintineo escuálido de monedas en un sombrero viejo,
Dios se lo pague, señora.
Frescas risas de muchachas que murmuran sus secretos
cascabelean impúdicas en el vagón,
vidas nuevas en la urbe macilenta
que poco a poco apagará su flor
con el gris de su rutina implacable,
con el peso de sus leyes desalmadas.
Una joven de gesto derrotado y mirada envejecida
las observa y masca chicle en medio de una mueca,
tal vez sea de nostalgia, de envidia o de amargura
y desciende en Santa Bárbara,
la parada del transbordo
que conduce al arrabal
donde pernoctan las manos, las piernas
y las espaldas más sufridas de la ciudad.
Próxima parada… Cerro del Carmelo,
Ya el centro quedó muerto,
solo algunos rezagados que caminan cabizbajos,
camareros de pies doloridos apagan las últimas luces
en las cafeterías somnolientas entre olor a poso amargo.
En las oficinas 
afanosas limpiadoras descargan papeleras
ahítas de asuntos desechados,
acarician suelos maltratados con sus tiernas mopas,
entre faxes y ordenadores desfallecidos
que duermen su sueño electrónico
empachados de datos y bits.
Un camión riega las calles, el asfalto fatigado,
el tufo a monóxido de carbono; alivia las aceras sofocadas.
En la entrada de un gran banco de puertas ostentosas
un indigente improvisa su yacija de cartones y diarios atrasados
bajo el retrato de un padre de familia
que presume satisfecho de ser cliente del Banco Hipotecario.
Empieza a lloviznar y las gotas de agua se hincan como agujas
en los charcos que dejó el camión,
juegan a dibujar ondas temblorosas bajo las luces de las farolas,
a deslizarse por los parabrisas y la chapa de los autos,
a acelerar el paso de los peatones contrariados,
a calar las calles de brillo y humedad.
Un grupo de gente bien vestida desfila ante el mendigo, 
andan con prisa en dirección al cine Capitol, 
que estrena una película social de un director soberbio, 
a decir de la crítica internacional. 
Dos muchachas vienen de la Universidad
donde homologan pensamientos y autorizan vanidades,
y comentan la conferencia de un reputado economista
sobre los estragos de la crisis en la Europa posmoderna.
Restallan en la quietud que ha sosegado las calles las últimas persianas metálicas 
cerrándose con sus rugidos ferrugientos.
Se hace la oscuridad en las tiendas,
en los grandes almacenes,
se adueñan las sombras de los estantes
rebosantes de productos en venta
que descansan de manoseos y miradas,
mientras aguardan un nuevo día
que los convertirá otra vez en flamantes objetos de deseo.
Las húmedas horas de la madrugada son como un efímero desierto
en el oasis donde todo puede comprarse,
un espejismo de calma y silencio
en la febril vorágine de la metrópoli
que solo en los bajos fondos permanece insomne
y continúa su mercadeo clandestino
de objetos, sustancias y cuerpos prohibidos
que la luz del día ocultará
bajo su velo de pudor e hipocresía,
cuando el metro traiga de nuevo su triste y resignado cargamento
de hombres y mujeres decentes recién despiertos,
que invadirán las calles y los comercios
para comprar o para venderse.

               Olga Beltrán Filarski





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