Andreu
Capdevila había terminado por borrar de los estratos más superficiales de su
memoria los veinte primeros años de su existencia. Quiso olvidar la tierra seca
y polvorienta que lo vio nacer, una tierra
árida que dependía de las lluvias para que pudiera germinar en sus entrañas el
sustento de los humanos que la poblaban, olvidó los caprichos de aquel cielo
infinito que se extendía sobre el paisaje perezoso de matorrales agostados, y
que en ocasiones negaba el agua necesaria para regar el fruto de los esfuerzos
campesinos, olvidó que en su pueblo algunos ni siquiera habían visto nunca la discreta capital de su provincia, ni
conocían tampoco el mar, olvidó a las viejas enlutadas de rostros espectrales
de su familia y de las de sus convecinos, cuyas vidas habían transcurrido
insignificantes entre aquel montón de casas de piedra y calles de terrizo y
cuyos huesos conocían de sobra su último destino: el pequeño y humilde
cementerio de la iglesia, ese terruño que se había nutrido durante siglos con
la sangre y la médula de todas las generaciones que se sucedieron en el pueblo.
Olvidó también la fuerza con que se aferraba a la mano de su madre cuando entró
en Barcelona por vez primera con solo diez años, asustado ante la posibilidad
de perderse y ser engullido por aquel descomunal laberinto de calles que a él
le parecían inmensas y que bullían de desconocidos que no lo miraban a la cara
y que parecían todos ellos muy atareados y con prisa. Olvidó que,
por
vez primera en su corta existencia, había reparado entonces en lo humilde de
las ropas que cubrían su cuerpo y los de sus padres y hermana, que siempre le
habían parecido bien. Se sentía empequeñecido y temeroso de un modo casi
humillante, desprotegido, en peligro. Quiso también olvidar la primera vivienda
que compartieron con otra familia: angosta, vieja, fea, oscura y mal ventilada,
en un barrio en el que todas las casas eran prácticamente iguales y en el que
la gente también se parecía a ellos, hermanados todos por el aspecto que Andreu
descubrió de repente en sí mismo por aquellos días: el aspecto del pobre.
Olvidó que cuando se dirigían a él en castellano debía hacer esfuerzos por
comprender lo que le decían, y que le costó tiempo ser capaz de hablar él mismo
de esa extraña guisa sin llegar a conseguir jamás aquel acento rotundo de jotas
y ces que no tenían lugar entre los suaves fonemas del catalán, su lengua
materna. Olvidó que sus padres, solos y sin más caudal que el de sus propios
brazos, debieron empezar de cero en aquella ciudad desconocida, soportando
ímprobas jornadas para poder dar de comer a sus hijos, y que aguantaron muchos
años de sudores y penalidades para que llegase el día en que ellos mismos y su
progenie pudieran dejar atrás el gueto de los recién llegados con los bolsillos
y el estómago vacíos para pasar a ser unos ciudadanos más de aquella urbe de la
que ya formaban parte. Quiso olvidar Capdevila que antes de que eso ocurriera
había sido consciente de que las personas con ropas y modales más refinados que
los suyos evitaban el roce con los de su condición, exceptuando las ocasiones
en que los necesitaban para que les sirvieran, ya fuera en la fábrica, la obra,
el taller, o en sus propias casas como criados, y que de niño no pudo jugar
nunca en el parque con criaturas que no ofrecieran su mismo aspecto humilde, y
que incluso una vez una mujer muy atildada amonestó a su propio hijo por
acercarse a confraternizar con Andreu sin guardarse de que este oyera el
hiriente comentario que ella profirió con orgullo, como regocijándose de poder
verse en una situación de superioridad que le brindaba el lujo de humillar a
alguien:
-Vine,
Lluís, no vull que juguis amb perdularis, deixa-la, aquesta gent![1]
Todo aquello quedaba ya tan lejos, tan borroso, que era
un pasado que casi ni reconocía como suyo. Hubo años muy difíciles, para su
familia y para su país, pero ahora las cosas empezaban a ser suaves, su vida
tranquila y cómoda, y aunque seguía acudiendo a la ciudad gente de otros
lugares menos afortunados, ni él ni los suyos realizaban ya los trabajos más
duros, los reservados para los desheredados, para los que no tenían más remedio
que aceptarlos. Llegaban de todas partes: de Andalucía, de Murcia, de Castilla,
de Galicia..., gentes de otras costumbres, de otros caracteres e idiosincrasia –que
a menudo chocaba con la de los catalanes- y que igual que Capdevila a los diez
años, descendían del tren atemorizados en una ciudad extraña en la que deberían
batallar por la subsistencia. Algunos traían a sus chiquillos cuando habían
conseguido trabajo y alojamiento, y a menudo se hacinaban en barriadas
reservadas para ellos. También su aspecto era distinto y más pobre que el de la
mayoría de los ciudadanos de Barcelona; esa era su principal huella de
identificación. A la mayor parte de ellos no le gustaba el carácter de la gente
de allí, sus aires de señores, la lengua extraña que parecían murmurar y que
ellos no comprendían, su talante, en general sobrio y, principal e
inevitablemente, que fueran ellos los que tuvieran que pedir y los otros
quienes hubieran de dignarse a dar. Capdevila era ya un hombre hecho y derecho.
El menor de sus hijos, Albert, tenía diez años, los mismos con que contaba él
cuando pisó Barcelona por vez primera. Un día Andreu llevó al niño a dar un paseo
por la ciudad y se acomodaron en el banco de un parque. Al poco llegaron otros
chiquillos a los que enseguida por su aspecto y su habla Andreu identificó como
“xarnegos”, palabra que muchos catalanes utilizaban para hablar con
desprecio de los que venían de otros lugares de España a trabajar. Albert, que
se aburría solo con su padre, quien lo ignoraba absorto en la lectura de un
periódico, se aproximó a los demás niños al ver que tenían un balón con el que
se disponían a iniciar un partido de fútbol. Andreu levantó la vista del periódico
en el acto cuando oyó a Albert preguntar a aquellos críos si podía jugar con
ellos. Las palabras con que llamó y reprendió a su hijo le salieron espontánea
y automáticamente del alma:
-Albert,
vine aquí[2] –le ordenó con
tono severo-. Deixa´ls estar, tu
no t´has d’ajuntar pas amb xarnegos d’aquests.[3]
No supo si los niños lo habían entendido del todo, pero
ellos lo miraron con el ceño fruncido, como a la defensiva, aunque nada
dijeran, sin osar envalentonarse con un señor tan bien vestido que les imponía,
pero Andreu experimentó un extraño y súbito placer que le brotó de lo más
íntimo, casi podría decirse que fue similar a la excitación sexual, aunque
quizás confundiera Andreu el alivio con el placer, una sensación como la que se
experimenta cuando uno ha tenido algo clavado en la carne que le producía dolor
y, al conseguir extraerlo por fin, ese reconfortante alivio produce casi
placer. Así se sintió Capdevila, como si se hubiese arrancado una espina que
llevaba hincada y reprimida en el inconsciente, que nada olvida, por mucho que
la cobarde memoria se empeñe en asfixiarlo. Capdevila, en su carácter
introvertido y miedoso no había sido capaz de hallar otro modo de librarse de
aquella espina que clavársela a otro. Aquel gesto suyo era simbólico, el
símbolo de que él había alcanzado la posición de los que lo humillaron en su
infancia, esa infancia que aborrecía recordar, y otros, por debajo de él,
habían venido a ocupar el triste sitio que un día muy lejano le correspondiera.
De los chiquillos del parque a los que él llamó
“xarnegos” solo uno comprendió enteramente las palabras de Capdevila. En el
poco tiempo que llevaba en Barcelona había intuido que mucha gente pensaba así,
lo había leído y adivinado en sus actitudes para con él y los suyos, en sus
miradas, en el tono con que les hablaban, pero aún ninguno se había atrevido a
decírselo directamente a la cara de ese modo. Y aquellas frases se le quedaron
grabadas así, tal y como sonaron, en catalán incluso, en esa lengua que él no
hablaba, pero que empezaba a comprender ya. Se hincaron en su memoria también
como una espina que habría de quedar allí. Se llamaba Antonio Jiménez Blanco y
su familia provenía de un pueblo de la Andalucía profunda, igual que profunda
era, aunque distinta, la Cataluña que arrojó de sí a Andreu y a los suyos
tantos años atrás. También Antonio había olvidado, o había creído olvidar
muchas cosas por los tiempos en que se veía con un piso en propiedad en un
barrio de clase media al que muchos no hubieran podido acceder, pues su valor
se había triplicado desde que él lo compró, con un negocio de cristalería que,
aunque en su día le costó arrancar, ahora funcionaba solo, y con uno de sus
hijos yendo a la universidad, cosas en las que jamás hubieran podido soñar sus
padres, que bastante trabajo tuvieron ya en salir huyendo de la miseria que los
hostigaba en su tierra y lograr sobrevivir y sacar adelante a su progenie en
una ciudad que se les hacía hostil, pero que para sus hijos llegó a convertirse
en suya, pues en ella habían crecido y alcanzado una calidad de vida que nunca
habrían podido lograr en el pueblo, a no ser que el destino los hubiese
llevado a nacer en casa del cacique en
vez de en la de unos jornaleros.
Antonio estaba orgulloso de lo que poseía, y cuando iba
alguna vez a veranear al pueblo le gustaba darse aires de que era más señor de
lo que era en realidad, y lucir un buen coche, y hablar de lo bien que vivían
en Barcelona, y cuando se daba cuenta de que alguno lo envidiaba o admiraba,
eso lo hacía sentir bien, muy bien. Creía que había olvidado su pasado, que él
había sido siempre aquel señor al que no le faltaba de nada y cuya posición
muchos jóvenes catalanes, agobiados por el trabajo precario y el precio
desmesurado de la vivienda, se darían con un canto en los dientes por ocupar.
Pero Antonio, sin querer reconocerlo o sin ser consciente de ello, llevaba aún
a cuestas el estigma de su origen, que a él le parecía vergonzoso, por haber
sido duro y humillante, esto último no en sí mismo, sino porque los demás hicieron
que fuera así, y por eso deseaba hundirlo en el olvido, borrarlo; también él
llevaba una espina clavada, y a causa de eso le resultaba preciso demostrar a
los demás que él ya nada tenía que ver con aquel chiquillo desharrapado al que
un día un señor bien vestido llamó “xarnego” en un parque, mirándolo con
desprecio. Por todo ello, una mañana de domingo en que tomaba unas tapas en un
bar como tenía por costumbre hacer casi todos los domingos y vio entrar a un
hombre de color cargado de gafas de sol, CDs y bisutería, y que a pesar de ser
muy joven iba ya acribillado de espinas, aunque estas no pudiera verlas nadie,
Antonio experimentó el mismo placer malsano que el señor bien vestido del
parque cuando le ofendió a él. Después de haberse paseado por todo el bar sin
haber vendido nada, el africano se acercó a la mesa que Antonio ocupaba junto a
su esposa y a su hija menor, Cristina, de once años, quien miró con impaciente
curiosidad de chiquilla los productos que el joven mostraba, ansiosa por probarse
unas gafas o alguna de aquellas llamativas pulseras. Él se dio cuenta y le sonrió
a la niña acariciándole la cabeza.
-¿Te gustan, guapa? –le dijo con un acento pastoso
mientras la pequeña cogía ya unas gafas dispuesta a ponérselas. La mirada de
Antonio, que hacía un rato bromeaba riendo con el camarero, se volvió turbia,
oscura y hostil.
-Aparta tus manos de mi hija, Blancanieves –le soltó al
joven con un desprecio que le salió de las entrañas-, y tú deja eso, Cristina.
–La niña le obedeció intimidada por el tono inusualmente severo de su padre,
quien seguía con la vista clavada en el africano, con el placer sádico que le
produjo ser tan claramente consciente de poseer una situación de superioridad
inalcanzable para algunos seres humanos; ¡él, que tan abajo estuvo un día!
El joven bajó la vista con ojos dolidos, contrayendo la
mandíbula en un gesto que podría identificarse tanto como el de alguien que
soporta en silencio el dolor de un golpe, como con el de quien reprime la rabia
para no dejarse dominar por un arrebato de violencia, pero nada dijo, y con una
espina más en el pecho salió del bar cabizbajo, quién sabe si con la esperanza
de poder clavarle también él a alguien algún día todas las espinas que llevaba
dentro.
Olga Beltrán Filarski
Olga Beltrán Filarski
[1] Ven, Luis, no quiero que
juegues con golfos. Deja a esa gente.
[2] Alberto, ven aquí.
[3] Déjalos en paz, tú no has
de juntarte con charnegos de esos.
Acabo de leer tu relato Olga. Lo he encontrado profundo, muy profundo, tanto como el sentimiento que tratas de expresar en el. Un relato que como es lógico esconde una crítica humana, esa que se repite con demasiada frecuencia en la conducta social. A veces creemos que la vergüenza de la pobreza es una cuestión cultural, pero tu demuestras con el relato que no es cierto, que es una cuestión de empatía y cambio interno, que es una cuestión de hacer esfuerzos por liberarse de condicionantes culturales y sobre todo religiosos. Me ha gustado mucho tu prosa, tu escritura, tu soltura, pero al mismo tiempo tu acertada forma de encauzar con palabras la historia, con un lenguaje que embauca a las emociones, que al final es de lo que se trata cuando cuentas algo profundamente emocional. No había leído nada de ti, pero sin duda seguiré leyéndote allá donde expreses tu sentir y visión de las cosas amiga. Un abrazo muy fuerte y ánimos.
ResponderEliminarMe alegro de que te haya gustado el relato. Lo escribí basándome en historias que he oído (la primera parte del relato a personas mayores cuyos padres emigraron de la Cataluña profunda a Barcelona) y visto personalmente, sobre todo escenas como la última, la del joven africano que vende bisutería en un bar. La misma historia se repite una y otra vez, desgraciadamente, a través de los tiempos, igual que las guerras, la explotación de unos seres humanos por otros..., en un bucle sin fin. Gracias por tus palabras, José, y un abrazo.
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