En
Enero de 2020 escribí esta poesía, dedicada al campo de refugiados más grande
de Europa: el campo de Moria, ubicado en la isla de Lesbos. Ese infame campo,
uno de esos pozos negros que existen en nuestro atormentado planeta a los que
se arroja a seres humanos como si fueran basura, ardió durante la madrugada del 9 de septiembre de ese mismo año. En él vivían hacinadas en condiciones infrahumanas
miles de personas que huyeron de la guerra en sus países en Oriente Medio y
hasta en algunos lugares de África, personas que lo han perdido todo y que llevan
mucho tiempo, a veces incluso años, luchando por que se les conceda permiso para,
simplemente, hacer una vida normal en Europa. Me documenté mucho para escribir
esta poesía y todo lo que describo en ella es real, a excepción del nombre de
dos niños que inventé yo, pero, desgraciadamente, no sus circunstancias, que
son exactamente las que sufrían los niños que malvivían allí y que supongo que
ahora continuarán sufriendo en cualquier otro lugar de esos reservados para las
víctimas inocentes de los conflictos armados y de la miseria que laceran
nuestro despiadado mundo.
En la idílica isla de
Lesbos,
mecida por las aguas del legendario mar Egeo,
que es caricia y cementerio,
sobre un fértil valle de olivos,
han encerrado la vergüenza de nuestro mísero mundo,
entre muros de hormigón y espirales de concertinas,
que desgarran la carne y el horizonte.
En
la hermosa isla de Lesbos,
paraíso de turistas,
le han puesto nombre al infierno:
Campo de Moria,
refugio y prisión de
mujeres,
de hombres y niños errantes, hacinados,
bordeando la locura,
embarrancados
sobre un abismo de papeles
que duermen en los despachos
de quienes no tienen
prisa.
Existencias acorraladas
entre el fuego y los burócratas.
Vidas
desterradas que deambulan
en un laberinto inmundo de callejones destartalados,
de
ínfimas barracas
y livianas tiendas de campaña
estremecidas como pétalos de
flores
ante las dentelladas del invierno
sobre los tiernos cuerpos indefensos,
bajo
el cielo que se desploma enfurecido
y cala en la tierra y en la carne
desvalida,
como un monstruo de tentáculos infinitos.
Vidas que transcurren en
eternas colas,
ríos humanos de exasperación
que desembocan en un leve alivio al
estómago vacío,
en una letrina sucia,
una ducha, o quizás...
en una firma que
autorice la dignidad.
En el Campo de Moria,
donde agonizan entre la basura los
sueños bombardeados
y las quejas se acallan con gases lacrimógenos,
donde el
dolor es una bestia de colmillos afilados
y el aire está hecho de lágrimas
evaporadas
que entran por los pulmones y se esparcen por la sangre,
una niña
escuálida, calzada con chanclas de goma,
avanza por las horas muertas sin
escuela.
Entre desperdicios y un hilillo de agua sucia,
arrastra una caja de
cartón atada a una cuerda,
dentro, su viejo osito de peluche,
entrañable
compañero al que se aferra
en las negras noches de miedo y llanto.
Su nombre es
Hayat, vida,
y tiembla de pánico si oye el zumbido pavoroso
de las máquinas que
escupen muerte desde el cielo,
y convierten en desiertos de cascotes las
ciudades y los corazones,
las que destruyeron sus juguetes, su casa, su
colegio,
y a su hermano Naim.
Chiítas, sunitas,
yihadistas, rebeldes,
fuerzas
gubernamentales.
FUEGO CRUZADO.
Metástasis de odio rentable,
pasto de los
mercaderes de la guerra,
de imperios que avanzan con colosales pies de acero
y
voracidad de dinosaurio
por las rutas del viscoso oro negro que mana de la
tierra,
ahogada en sangre.
Las flores de Damasco calcinadas,
Hayat, Naim, el
pequeño Aylan muerto en una playa,
como un despojo en la arena arrojado por el
mar,
mar bulímico que engulle vidas
con sus brutales fauces de agua y sal.
Existencias
devastadas,
DAÑOS COLATERALES.
Olga Beltrán Filarski
Fotografía: Carlos Rosillo