Reinaldo García Hoyos había ido divisando la ciudad a medida que el buque mercante Panamá se aproximaba a los muelles en una lentitud que a él se le hacía exasperante tras tantos días de navegación entre hombres rudos y parcos en palabras, con el olor a herrumbre, a sudor y a salitre adherido a la nariz.
Sus ojos esforzados fueron abriéndose paso poco a poco entre la bruma temblorosa de las primeras horas de un amanecer de marzo que envolvía la ciudad como un capullo al gusano de seda. Desde allí y en ese preciso instante, cualquier forastero que se aproximase por vez primera, la hubiese imaginado una ciudad gris, de calles y muros renegridos, una ciudad fuliginosa de gentes con el alma indefinida, chorreando tristeza, almas evanescentes, como aquella neblina inconsolable que exhalaba humedad, como aquella luz que no pertenecía ni al día ni a la noche, luz sin dueño.
Reinaldo era marino desde niño. A los catorce años se embarcó por vez primera; un cachorro muerto de espanto y de excitación a un mismo tiempo que dejaba atrás el nido en que se crió, el único refugio que había conocido hasta entonces, y se aventuraba a encararse solo al auténtico mundo, rumbo a un destino desconocido. Descubrió países, ciudades remotas, costumbres extrañas, caracteres incomprensibles, lenguas indescifrables, y noches de soledad mecido por el mar sintiendo la angustia de la lejanía, la pérdida de las raíces y la incertidumbre de su destino. Creyó al principio que con el tiempo esa congoja íntima y vital se desvanecería igual que la niñez se marcha para no volver sin que uno lo sienta, pero no fue así. Y esa fría mañana de Marzo, que en nada presagiaba la cercanía de la primavera, mientras el Panamá atracaba en un puerto más, la morriña ansiosa seguía allí, anclada con más fuerza que aquella con que la enorme áncora del Panamá penetraría jamás en el fondo marino, pero también una vez más, como hacía en todos los puertos, ignoró Reinaldo la rémora que llevaba adherida al alma, igual que el casco mismo del buque, y aunque el alma humana no podía calafatearse, él trataba de remozarla para evitar que se volviese quejosa y vieja sumergiéndola en el sopor del alcohol y en el cuerpo de alguna mujer siempre que ponía el pie en tierra firme. La tibia y mórbida carne femenina lo deleitaba brindándole la sensación más dispar a la de hallarse en el barco, tan duro y frío, áspero, reseco por la sal, nauseabundo incluso en sus olores. Nada tan tierno y cálido como un cuerpo de mujer, nada tan alejado de la rudeza de los hombres del mar, curtidos por dentro y por fuera, desarraigados itinerantes.
Encontró aquella noche a María deambulando en una calleja oscura de las cercanías del puerto, con el rostro muy pintado y una flor blanca en el cabello. Era muy joven, y guapa. Ella lo miró con sus ojos rasgados de un insólito gris azulado, entre misterioso y melancólico, que reflejaban una extrañeza mal disimulada: era la primera vez que trataba con un mulato y sintió cierto reparo, ella, que con tantos hombres desconocidos y de aire más embrutecido que Reinaldo había hecho tratos sin recelos. Pero cuando él le habló, su acento le sonó meloso y tranquilizador y dejó de dudar; un hombre con una voz tan dulce no podía hacerle ningún daño. Lo condujo a su cuarto, en una pensión vieja y sombría de la que entraban y salían parejas, todas con aspecto de haber ido allí a hacer lo mismo que ellos dos. Sabes a melaza, se le ocurrió a ella susurrarle al oído –sin caer en la cuenta de que en realidad no conocía el sabor de la melaza- mientras lo tenía encima balanceándose sobre su cuerpo, como si aún no se hubiera desembarazado del ritmo del mar. Jamás había ella gozado del placer sexual con un cliente, pero con Reinaldo lo hizo. La excitó el contraste entre su piel tan blanca y la broncínea del hombre, la una contra la otra pegadas entre ellas por la humedad de las carnes; la excitó su olor, como a madera y a un tabaco muy puro; la excitó la fuerza que percibió en los fornidos brazos que la rodeaban y entre los que se sintió muy menudita y totalmente poseída... Fue algo inusitado: el primer orgasmo con un hombre que pagaba por yacer con ella.
María no volvió a verlo más, pero lo recordaría siempre, por aquello y, sobre todo, porque él le dejó dentro su semilla. Al principio no hizo caso; estaba acostumbrada a sus menstruaciones caprichosas, y sus ingeniosos métodos anticonceptivos no le habían fallado antes más que en una ocasión. Al cabo de dos meses supo que llevaba un ser en el vientre, el hijo de uno de los tantos hombres desconocidos que pasaban por su cuerpo cada noche; nadie hubiera podido adivinar cuál de ellos. No dudó ni por un instante de lo que debía hacer: igual que la otra vez. Qué remedio quedaba. Era una comadrona que tenía buenas manos y el coraje de arriesgarse a acabar presa. A muchas compañeras las había librado de sus apuros en un santiamén y por un precio razonable teniendo en cuenta lo que se jugaba.
Había concertado la “visita” para esa tarde, para la tarde del mismo día en que la policía se llevó detenida a la comadrona. Lo supo cuando encontró la puerta del piso sellada. Váyase de aquí, susurró con voz de espanto una mujer con la que se topó en la escalera, váyase de aquí. Lo dijo como si quisiera protegerla, y ella corrió escaleras abajo, angustiada, pensando qué hacer entonces, con la respiración entrecortada por el susto y por el asma que desde niña se empeñaba en mortificarla con asiduidad en los momentos más inoportunos. Fue como si las fuerzas secretas de la vida se hubieran confabulado en una conspiración para que la criatura llegase a nacer. Una curandera le dio un brebaje con el que, le aseguró, el feto se desprendería. A no ser porque todo aquello era ilegal la habría denunciado por estafadora y criminal. La atormentaron unos retortijones de barriga que la tuvieron dos días postrada, sin poder trabajar, pero el imperturbable feto siguió allí, aferrado a sus entrañas, empeñado en sobrevivir, ajeno a los quebrantos de la mujer que lo albergaba, intacto, aunque ella temiera que, a causa de aquello, además de no haber podido deshacerse de él, llevase ahora en su vientre una criatura deforme, un engendro. Después de reponerse de aquel malestar insoportable y del susto, consiguió el nombre de un supuesto médico que podría terminar con sus angustias. No conocía a nadie que hubiera pasado por sus manos y eso la intranquilizaba, pero concluyó que no le quedaba más opción que arriesgarse si quería terminar de una vez por todas con aquel mal trago. Esperaba en una habitación fría y de luz mortecina en la que no había más que cuatro sillas destartaladas, paredes desconchadas, roña en el suelo... cuando un oneroso presentimiento le atravesó el estómago: le pareció oler la muerte, como lo hacen los perros cuando aúllan. Su instinto de supervivencia la empujó a salir corriendo. Empezaba a sentirse desesperada. ¿Cómo iba ella a pasar un embarazo? No podría trabajar durante meses, ¿cómo se alimentaría?, y luego ¿qué haría con el bebé, con ese ser que habría de llegar al mismo mundo sórdido al que ella se había visto abocada? Y entonces se cruzó en su camino aquel sacerdote gracias al cual la criatura llegó a ver la luz. Lo había visto a veces en el barrio, trabajaba por allí. Había oído decir que a más de uno lo ayudó, aunque ignoraba exactamente a qué. No comprendía cómo alguien podía llegar a sumergirse voluntariamente en aquellos ambientes por gusto, como si se regodease hundiéndose en el barro, cuando se hallaba a su alcance el vivir en lugares limpios, con la gente decente. Pensaba que debía de estar tarado; un tipo extraño. Ni siquiera tenía demasiado aspecto de sacerdote, pues a pesar de ser aún muy joven parecía un hombre más bien duro.
Aquel día lo vio andando en dirección contraria a la que ella llevaba y en cuestión de unos segundos un impulso irracional la indujo a abordarlo, dispuesta a pedirle ayuda. Hablaron un buen rato y él le prometió que en un par de días le diría algo, pues iba a pensar cómo podían resolver su problema. Fue tan rápido que María no tuvo tiempo ni de reaccionar. Sin darse cuenta se vio en aquel lugar silencioso y umbrío, rodeada de monjas que le parecían seres etéreos, como espectros que se deslizasen sigilosos por esos pasillos interminables de relucientes suelos ajedrezados. Allí parió a su hija. Solo la vio una vez, cubierta de sangre, como un polluelo diminuto y palpitante, con una cresta de cabello encrespado en el cráneo. Sus rasgos eran de blanca, pero su piel inusitadamente morena le reveló la identidad del padre: como un rayo le vino al recuerdo el mulato que le brindó el único placer que había hallado en su triste trabajo, y casi se alegró de que fuese hija de aquel hombre y no de otro, aunque no hubiera de volver a verla nunca más, aunque hubiese de ir a parar a manos todavía más desconocidas que el propio padre. Se la arrancaron de los brazos con prisa, temerosas de que la madre cambiase de idea y quisiera conservar a su lado a la criatura; no sería la primera vez que sucedía algo así, y los padres adoptivos ya esperaban impacientes. Dicen que cuando a alguien le amputan un miembro, a veces llega a sentirlo allí, una ilusión de segundos, para después darse cuenta de su ausencia, de la que habrá de ser consciente el resto de su vida, y algo así le sucedió a ella desde el momento en que le arrebataron a su niña para entregarla a un destino mejor.
Transcurrieron unos días hasta que los nuevos padres no recibieron a la pequeña y esta pasó aquel tiempo sola –sin tener aún ni siquiera un nombre-, en la cuna de un lúgubre y húmedo orfanato en que no recibió ni una caricia, ni más contacto que el de unas manos extrañas que le daban apresuradamente el biberón y la volvían a abandonar con frialdad, a veces con los pañales húmedos durante horas, sin que nadie se presentara a cambiárselos ni a limpiarla. Conscientemente no recordaría nada de todo aquello al crecer, pero en su inconsciente quedó grabado para el resto de sus días un pánico cerval al abandono que inevitablemente acababa alejando de su lado a los demás; una pertinaz fobia a los olores y tactos húmedos, como los del orfanato; y un irrefrenable temor al sexo, como si intuyese que la expeditiva hambre sexual de tantos hombres que jamás repararon en la cualidad de ser humano de la mujer a la que pagaban para permitirse gozar de ella, sin importar cómo, era la causa de las sórdidas circunstancias de su origen y de sus primeros traumáticos días en este mundo.
Su nuevo hogar fue un hogar modesto, de vida sencilla, uno como el que hubiera soñado para sí su auténtica y secreta madre, que seguiría acordándose de ella el resto de sus días, preguntándose de vez en cuando, en los momentos de mayor flaqueza, dónde estaría y qué haría su niña, echando cuentas de los años que debía de haber cumplido ya, y hasta con qué nombre la habrían bautizado, para luego obligarse a sí misma a ocupar la mente en pensamientos menos dolorosos.
Los nuevos padres de la pequeña pertenecían a la llamada sociedad bien pensante, aunque habría que preguntarse a qué tal calificativo, puesto que en ella era costumbre pensar mal, deseando acertar con una morbosidad apenas disimulada. Quizás fuese el hastío, la mediocridad que envolvía a la mayoría, y más en aquellos años de triste posguerra. Y por aquel motivo, por aquel “qué dirán”, la madre adoptiva dejó su residencia habitual en la ciudad para pasar su supuesto embarazo en su pueblo natal, fuera de la provincia. No regresó a casa hasta que ella y su marido hubieron recibido a la criatura en secreto, sin confesar nunca a nadie más que a los muy allegados –padres y hermanos de la pareja- que la niña no había sido engendrada por ellos. Estuvieron luego largo tiempo sin ir por el pueblo, con lo que la gente de allí acabó confundida con las fechas y a nadie le extrañó que cuando volvieron a aparecer, el matrimonio tuviese ya una criatura, aunque ellos no hubieran sido testigos del imposible embarazo.
Le pusieron por nombre Mercedes, y creció en un piso del centro de la ciudad, una capital, pero aparentemente muy tranquila por aquellos años. Era la calma que sigue a la tempestad, al final de la guerra civil, que, aunque había terminado hacía ya algunos años, todavía marcaba con sus luctuosas consecuencias las vidas de todos, con las ausencias de los que murieron, las ruinas que aún formaban parte de muchos rincones del paisaje, el racionamiento, la represión, el silencio forzado por el miedo, el rencor...
A Mercedes la educó Dolores, su madre adoptiva. Eran una familia tradicional y en ella las cuestiones económicas correspondían al padre y el hogar y la educación de los hijos a la madre. Le enseñó a Mercedes lo que ella creía correcto; a ser una persona obediente y temerosa de Dios, educada, decente... pero todo ello según sus propias ideas personales de esos conceptos: Dios, el de la iglesia católica; educación, la más conservadora; decencia, considerada como acatamiento de la moralidad de los padres y los superiores, y, sobre todo, como represión sexual... Y Mercedes fue buena alumna. Era una chiquilla muy dócil que aprendió sin dificultad a convertirse en todo lo que su madre esperaba de ella, es decir, en un calco suyo de un modo tal que quienes conocían a las dos se admiraban de lo que llegaban a parecerse aquellas dos mujeres. Incluso físicamente tenían una retirada, como si realmente compartieran genes y sangre, con excepción de los hermosos y exóticos ojos gris azulado de Mercedes, que nadie poseía en la familia, y de la piel de la niña, muchísimo más morena que la de su madre. Aquel cutis tan atezado la fastidió desde niña, pues la gente se fijaba en él muy a menudo: “Ay, qué oscurita es esta niña... -decían con malicia molestando incluso a la madre, que, igual que aquellos que la zaherían, creía en la superioridad de la raza blanca, y cuanto más lechosa, mejor-. Qué gracia, si parece gitanita...”
“¡Gitana lo será usted! ¡Buenos días!”, no pudo evitar responder despechada en una ocasión la señora Dolores.
En el colegio, con frecuencia, las otras niñas mortificaban a Mercedes llamándola “negrita”, sin que ella pudiera hacer mucho por defenderse y despertando en la chiquilla un ingente deseo de ser como las demás: blanca, muy blanca, a poder ser, la más blanca, la más rubia y la más fina y delicada de todas. Lo deseó con tanta fuerza que acabó forzándose a simular un refinamiento que en realidad no poseía y que llegó a convertirla en una auténtica cursi, una finolis, como la llamaba un niño de su escalera que a la menor ocasión de que disponía se entretenía en martirizar a Mercedes corriendo detrás de ella para estirarle de los tirabuzones que su madre le moldeaba esmeradamente con ayuda de unas tenacillas, en particular los domingos, para ir a misa, oliendo a colonia, siempre con el vestido más elegante y blanco que lucía por aquel entonces, con su falda con mucho vuelo, su chaquetita del mismo color, los calcetines cortos y los zapatos de hebillas, que quedaron inmortalizados en más de una fotografía en blanco y negro de las que con el tiempo se acumularían en cajas de zapatos abarrotadas de retratos olvidados en el interior de una armario con olor a naftalina.
Cerca de su casa había un cuartel. Cuando Mercedes dejó de ser una niña, empezaron a llamar irremediablemente su atención los soldados que entraban y salían. Despertaban en ella una paradójica mezcla de atracción y miedo. Mercedes no había tratado con más hombres que su padre, su abuelo materno, puesto que el paterno había muerto antes de que ella naciera, y un tío, hermano de su madre. El resto de la familia eran todas mujeres, y en su escuela, el único varón al que las monjas no le habían vedado el acceso era el anciano sacerdote que venía a dar misa de vez en cuando. Por ese motivo los hombres la asustaban. Le parecían unos seres extraños y rudos que nada en común poseían con ella, como si perteneciesen incluso a otra especie. Su madre, al igual que las monjas del colegio, la había advertido en ocasiones de lo peligrosos que podían ser para una muchacha y, en un exceso de celo –más valía eso que quedarse corta-, se los describió casi como animales lujuriosos que lo único que desearían de ella sería robarle su mayor tesoro, la flor de su pureza. Y la que perdía aquello se perdía a sí misma. Nadie habría ya de quererla. Se vería sentenciada a la ignominia y a la soledad en la tierra y a los fuegos perpetuos en el Más Allá, aunque la señora Dolores nunca especificó con precisión en qué consistía exactamente aquella “flor”. Y a Mercedes a veces le daba miedo hasta que la mirasen, por si acaso el deseo reflejado en unos ojos fuera también capaz de arrebatarle aquel “tesoro” que, de puro misterioso, resultaba turbador. Pero aun hallándose dispuesta a conservar su pureza a capa y espada, pensaba que ella no se casaría nunca, puesto que, en el improbable caso de que algún muchacho se le acercase, ella sería incapaz de articular palabra a causa del susto y la vergüenza y probablemente uno de los habituales ataques de asma que sufría desde niña vendría a robarle hasta el aliento. Pero se equivocaba. Santiago, su futuro marido, se encontraba ya muy cerca por aquel entonces, sin que ninguno de los dos lo sospechase, hasta una mañana en que él, al salir del cuartel al volante de un vehículo militar a su cargo, puesto que se encontraba allí destinado como sargento, a punto estuvo de atropellar a Mercedes, que había cruzado sin mirar. Él dio un frenazo que sonó como el relinchar de un caballo, logrando detener el coche tan solo a unos milímetros de las piernas de la joven, que se había quedado paralizada del susto. Santiago bajó del coche sofocado y corrió hacia ella. De pie no parecía más alto que sentado ante el volante. No medía más de un metro sesenta, pero a ella le pareció guapísimo en su uniforme de campaña. ¿Está bien, señorita?, fueron las últimas palabras que oyó Mercedes antes de desvanecerse. Él logró despertarla con unos ligeros cachetes, prendándose en el acto de los hermosos ojos melancólicos que surgieron de pronto como un milagro tras aquellos párpados entornados. Luego le dio agua y se ofreció a llevarla a que la viera un médico, pero Mercedes se negó. Hubiera preferido morir antes que subir a aquel coche, ella sola, con un hombre desconocido. Quién sabía lo que hubiera podido sucederle. Y qué habría dicho su madre. Pero desde ese día no hizo otra cosa que vigilar ansiosa desde la ventana de su habitación la puerta del cuartel por la que él había salido y cada vez que veía un vehículo como el que él conducía aquel día, el corazón se le subía a la boca, aunque desde allí, un tercer piso, no fuera posible discernir con claridad quién iba al volante. Hubiera podido ser cualquiera. Una mañana, transcurridos ya varios días de aquel incidente, cuando pasaba Mercedes junto a los muros del cuartel en compañía de su madre, oyeron las dos sonar una bocina a sus espaldas, se giraron y allí estaba él. Había detenido el vehículo y bajaba para saludar a la muchacha e interesarse por su salud en un alarde de amabilidad y cortesía. Se presentó a Mercedes y a la señora Dolores como el sargento Santiago Cañizares. La señora Dolores quedó encantada con aquel joven. Qué modales. Y un militar... Y solo había que ver las miraditas que le dirigió a su niña. Mientras Mercedes permanecía casi muda y con la sensación de estar teñida de encarnado de la cabeza a los pies, su madre tomó la iniciativa, entabló una pequeña conversación con el muchacho gracias a la cual se enteró de que era de Segovia y de que pensaba seguir carrera en el ejército, y le invitó luego a tomar chocolate en su casa una tarde, a lo que él aceptó gustoso. Aquellas primeras tazas de chocolate el uno frente al otro con la mesa y el brasero por en medio y la señora Dolores haciendo punto a un lado fueron el comienzo de una larga relación –incluidos noviazgo y matrimonio-, que no terminaría hasta la muerte de Santiago de un infarto, treinta años más tarde, cuando Mercedes había cumplido ya cincuenta y pasó a convertirse en la respetable viuda de un respetable capitán del ejército, propietaria de tres pisos y una pensión que, para ella sola, era más que suficiente, puesto que sus dos hijas estaban ya casadas y “colocadas”, como solía decir Mercedes. Sus hijas fueron su consuelo y su orgullo durante toda su vida de casada, y su principal ocupación, aparte de la considerable cantidad de horas que pasó en la iglesia, tanto asistiendo a misa, al rosario o a novenas, como ayudando en las actividades de la parroquia. Mercedes había ido volcándose en la religión cada vez más a medida que pasaba el tiempo, a medida que sus hijas crecían e iban necesitándola menos. Aquello era su lenitivo y su forma de evadirse. Santiago, resentido, se lo había echado en cara más de una vez. Por qué serás tan beata, hija mía. A veces le había dado por pensar a él que habría preferido que su rival fuese otro hombre antes que el mismísimo Dios, al el que no podía enfrentarse.
Todo empezó en su traumática noche de bodas a la que Mercedes llegó sumida en la más absoluta ignorancia sexual. La pobre señora Dolores no había conseguido nunca vencer su irrefrenable pudor a la hora de explicarle a la “niña” con claridad en qué consistía exactamente una relación sexual y cuando Mercedes se dio cuenta de lo que el bestia de Santiago pretendía hacer con ella sufrió un ataque de histeria que alarmó hasta a los ocupantes del camarote contiguo a aquel en el que viajaban los recién casados rumbo a Palma de Mallorca de luna de miel. Santiago, desesperado, no consiguió llegar a consumar del todo el matrimonio hasta al cabo de un par de meses, después de una abrumadora conversación entre Mercedes y su madre acerca de ese asunto en la que la señora Dolores le aseguró que aquello no era una perversión de su marido, sino lo habitual. Mercedes se entregó por fin, pero sin poder evitar hacerlo resignada, rígida, conteniendo el asco que ese acto le producía, impaciente por que él se saciara y terminase cuanto antes. Jamás logró que ese ritual, a sus ojos obsceno y repugnante, le brindara el más mínimo placer, sino al contrario, y cada vez que Santiago la poseía tenía él que contemplar luego la desoladora expresión de funeral y los ojos húmedos de su esposa. Por mucho que se esforzase en ser cariñoso y suave, siempre acababa con la acongojante sensación de haberla casi violado, por lo cual, poco a poco, fue dejando de insistir hasta que, después de que hubieran nacido sus dos hijas, llegó un día en que Santiago no volvió a meterse más en la cama de su esposa, y ella dio gracias al cielo, aunque sin poder evitar preguntarse dónde se consolaría ahora él de su lujuria, que así llamaba Mercedes a la más natural necesidad sexual. Y se obsesionó con la idea de que Santiago tenía una amante y de que habría de abandonarlas a ella y a las niñas en cualquier momento, cosa que jamás ocurrió, puesto que el pobre Santiago, por mucho que su esposa lo tildara de vicioso, era también un hombre temeroso de las leyes de la Iglesia, y procuró siempre que su único e inevitable pecado consistiera en pagar de vez en cuando por obtener aquello que su mujer le negaba, y aun así despachándolo deprisa y evitando recrearse. Aunque después deba alargar mi estancia en el purgatorio, se decía, más purgatorio es ver la cara de Mercedes cada vez que la toco. Pero igual que de pequeña y sin saber por qué, en ocasiones Mercedes se aterrorizaba ante la absurda idea de que sus padres pudieran abandonarla, vivió con el temor del inminente abandono de Santiago durante décadas, aunque, de todos modos, si le hubieran dado a elegir, lo habría preferido a tener que volver a soportar el suplicio de recibirlo a él en el lecho. Y, no lo habría reconocido jamás, ni siquiera a su confesor, pero cuando Santiago murió, en el fondo de su pecho, Mercedes sintió alivio; con él se llevaba a la tumba todas las angustias de aquella mujer castrada desde su infancia. Qué liberación. Pobre Santiago. Que Dios lo tenga en su Gloria.
Don Mateo, el anciano sacerdote que se ocupaba de la parroquia desde que Mercedes se casó, la había consolado en gran parte, pues Mercedes estaba convencida de que él siempre le había dado la razón. Don Mateo era amante de explayarse condenando los pecados de la carne, y, en el confesionario, le había hablado de la entrega al marido como de un sacrificio que la mujer debía soportar sin disfrutar de él, puesto que el goce era pecado. Así pues, ella era la virtuosa, la sacrificada, la cristiana, y Santiago el lascivo y pecador. Además de todo aquello, don Mateo la ayudaba a evadirse organizando colectas para los pobres, para los negritos, como decía ella, visitando asilos de ancianos y enfermos... y otras actividades piadosas con las que creía ganarse el cielo, tal y como su madre le enseñó desde niña que debía hacer toda buena cristiana. Pero don Mateo era ya muy mayor y cuando la cabeza empezó a fallarle volviéndolo incapaz de coordinar por más tiempo las tareas de la parroquia, otro sacerdote vino a sustituirlo, lo que resultó una contrariedad para Mercedes. Por aquel tiempo había muerto ya Santiago y ella estaba ocupada intentando poner en alquiler dos de los tres pisos de los que era propietaria y que hasta entonces habían permanecido vacíos, puesto que Mercedes siempre había rechazado la idea de meter a extraños en su casa. Prefería tener los pisos cerrados sin darles la menor utilidad, ya que sus hijas vivían en casas que habían comprado junto con sus maridos, pero ahora que ella disponía solo de la pensión de viudedad decidió que la cantidad que pudiera obtener alquilando aquellas viviendas no le vendría mal. El problema era que no sabía por dónde empezar. Siempre había sido Santiago el que realizaba cualquier gestión que se apartase de las compras cotidianas, así que a Mercedes se le ocurrió consultarle al nuevo párroco. Él, que era joven y activo, le daría una idea y hasta quizás la ayudase, pensó, y se sintió aliviada y contenta al oír la respuesta de don Javier, o, mejor dicho, de Javier, puesto que el párroco era de los modernos, y además de vestir como el resto de los mortales –o peor, pensaba Mercedes, puesto que iba siempre con unos vaqueros tan desteñidos que daban pena, el pelo largo y barbas- se empeñaba en que lo tuteasen, cosa que Mercedes hacía con resignación, puesto que ella nunca había sido partidaria de todas esas modernidades, más bien todo lo contrario, al igual que muchas de las devotas de aquella parroquia que censuraban al nuevo párroco cuando él no estaba delante. Hay que ver, pero si parece un rojo, murmuraba otra, vecina y amiga de Mercedes, porque, a pesar de ser mucho mayor que ella, también era viuda de militar y ese hecho las unía. No sé adónde vamos a ir a parar. Estas cosas no pasaban antes, y las demás comprendían bien a qué se refería con aquel “antes” que llevaba impreso un matiz nostálgico. No me extraña que España esté como está.
Y el caso fue que por aquella precipitada idea suya de pedirle consejo al sacerdote sin pensar en las consecuencias y por culpa también de Javier, siempre tan altruista con todo el mundo excepto con quien, a entender de Mercedes, más debería serlo, es decir, con las más asiduas de la parroquia, que eran ella y sus amigas, se vio Mercedes en un compromiso. Precisamente la amiga de un buen amigo mío está buscando un piso donde alojarse, le explicó el joven sacerdote. Este amigo mío es también sacerdote y responde por ella, la conoce desde hace muchísimos años. Huy, muchísimos, dice, sí, seguro, pues como no la conozca desde que llevaba pañales..., pensó Mercedes, incrédula, dando por descontado que el amigo de Javier tendría una edad parecida a la de él y sin imaginar que aquel pudiese haber rebasado ya los setenta años. Javier, que aunque llevaba poco tiempo en la parroquia tenía psicología y había advertido enseguida la mentalidad mojigata de Mercedes, se guardó mucho de hablarle del pasado de la mujer que pretendía alquilar el piso. Por supuesto nada le dijo acerca de que había sido prostituta en su juventud y que conocía a su amigo sacerdote porque este la había sacado de un apuro muchas décadas atrás ayudándola a dar en adopción a su hija sin padre, a la que no podía mantener ni cuidar y que desde entonces, María y Jonás, que así se llamaban ella y el viejo sacerdote, habían mantenido una amistad que aún duraba. También sabía Javier que María no disponía de mucho dinero, y que el alquiler debería ser muy barato, y que a causa de esa razón se encontraba ella en dificultades para encontrar un piso donde vivir después de que hubiera debido abandonar aquel en que vivía, pero pensaba Javier que bien valía la pena intentar convencer a Mercedes y aprovechar la influencia que podía ejercer sobre ella gracias a su condición de sacerdote para forzarla sutilmente a alquilarle el piso a María. Respecto a la otra vivienda que tenía vacía Mercedes..., ya vería luego. Con suerte aún podrían colocar a alguien más que lo necesitase. ¿No quería Mercedes ganarse el cielo? Pues que apechugase.
Se citaron una tarde en la parroquia Mercedes, Javier y María –en la pequeña sala llena de pupitres y dibujos infantiles pegados a las paredes donde los niños daban la catequesis- para dirigirse luego al piso con la intención de que María pudiese verlo. María llegó la última y cuando Mercedes la tuvo delante, le pareció increíble que pudiese ser amiga de ningún sacerdote, y mucho menos que poseyera el valor de presentarse en una parroquia con aquellas pintas. ¡Qué mujer más horrible! Iba maquillada en exceso para su edad, que ya pasaba de los setenta, y vestía de una forma chillona que a Mercedes, tan discreta siempre en su aspecto, le hacía daño a la vista. De no haber estado donde estaban y de no haber sido Javier quien era, la hubiese dejado plantada allí mismo, pero hizo un esfuerzo por contenerse y se resignó a acompañarla al piso. Javier no se separó de ellas. Pensaba que era mejor, así tendría controlada a Mercedes, pues no se fiaba de ella. En seguida se había dado cuenta de lo poco que aquella mujer le había gustado a su feligresa, pero él era tozudo y nunca perdía la fe.
El piso se encontraba muy cerca de la parroquia y de camino allí charlaron un rato las dos mujeres mientras Javier permanecía callado. Mercedes aprovechó para sonsacarle a aquella extraña detalles sobre su persona. Que si era viuda, que si tenía una pensión, que por qué había de dejar el piso en que vivía... De todas esas preguntas logró María salir airosa sin dar demasiados detalles, pero hasta su forma de hablar, su voz, sus gestos... le parecieron vulgares a Mercedes, tan acostumbrada a gentes de un ambiente opuesto a aquel del que provenía María. A ella nunca le había faltado de nada, procedía de una casa respetable y tradicional, esposa de un militar, todas sus amigas eran medio beatas o beatas del todo, cuando no fascistas..., sus hijas eran mujeres decentes casadas con hombres de carrera y con futuro... Y si ya la fastidiaba tener que meter en su casa, que había pertenecido a su difunta madre, a cualquiera que no llevase su sangre, por muy decente que pudiera ser aquella persona, la idea de alojar allí a esa extraña se le hacía intolerable. Aquella mujer era un disparate, y Javier otro. ¡Cómo se le había ocurrido! ¡La iba a oír, por muy sacerdote que fuese! De todos modos, no sabía de qué, pero el rostro de esa mujer le resultaba familiar. ¿La habría visto en alguna parte? No creía, pero cuanto más la miraba más le sonaba su cara.
El edificio en que se hallaba el piso no disponía de ascensor. Al llegar arriba las dos mujeres estaban sin aliento. María sacó un aerosol de su bolso.
-Disculpen –dijo con la respiración acezante-, es que sufro de asma. –Y se llevó el inhalador a la boca.
-Oh, yo también, qué casualidad. Es un fastidio, ¿verdad? –respondió Mercedes mientras abría ya la puerta de la vivienda-. Pasen, pasen.
Mercedes aguardó paciente a que María lo mirase todo recorriendo las estancias una a una. La casa estaba vacía y aquella mujer, como si no supiese adónde mirar, pasaba la vista de la misma forma por las paredes desnudas y el techo de cada habitación en la que entraba. Parecía incómoda, casi tímida.
“Qué pérdida de tiempo”, pensaba Mercedes mientras esperaba, pues ella, nada más ver a María ya había tomado su decisión. Antes muerta que meter en casa de su querida madre a semejante mujer. Como si era amiga del mismísimo Santo Padre. No, no y no.
En realidad, también María experimentaba una sensación parecida. Ya en el primer momento en que miró a Mercedes a los ojos leyó en ellos aquel rechazo que a lo largo de su vida tantas veces había sufrido y que sabía reconocer enseguida por serle muy familiar, aunque no por ello doliera menos, y si por una única cosa se había alegrado de haber dado en adopción a aquella hijita suya a la que aún llevaba en el corazón aunque solo hubiera podido abrazarla una vez era porque poseía la certeza de que ella no habría tenido que sufrir nunca ese tipo de desprecio. Seguro que las monjas la habrían entregado a una familia decente, de las que no deben pasar la vida soportando humillaciones.
María sintió de pronto una rabia a la que estaba también acostumbrada. Era la que a menudo la dominaba después de la tristeza que insoslayablemente le producía el rechazo ajeno. Súbita e inesperadamente, su actitud pusilánime cambió por otra agresiva, sorprendiendo a sus acompañantes.
-Aquí huele un poco a humedad, ¿no? –le dijo a Mercedes con reproche, y su voz sonó con una reverberación excesiva debido a lo vacía que estaba la sala donde hablaban-. Veo que lo han pintado hace poco, ¿no sería para cubrir manchas de moho?
-No, señora -repuso Mercedes molesta. ¿Aún iba a venir aquella pintamonas a criticar sus propiedades?-. En mis casas... –y recalcó el plural para hacerse la importante- nunca ha habido humedades.
-Pues el olor...
-Es porque lleva cerrado mucho tiempo, pero ya le digo que aquí no hay humedad ninguna.
-Por otra parte... veo que el piso tiene muy poca luz y eso lo hace triste.
Mercedes sabía que esa última observación no dejaba de ser cierta, pero aun así también la molestó y su única respuesta fue la mirada punzante que le dirigió a María.
Javier permanecía mudo, casi perplejo ante la inopinada actitud de María. ¡Pero si estaban intentado hacerle un favor! Al menor podría poner las cosas un poco más fáciles.
-Además –continuó María en su empecinada enumeración de defectos de la vivienda-, es un tercer piso sin ascensor, y yo... como estoy del asma... Querría algo más moderno, con más comodidades, ¿sabe? Lo siento, pero no me gusta –concluyó regocijándose por haber conseguido anticiparse en rechazar a aquella que sabía iba a rechazarla a ella con toda seguridad.
Mercedes hubo de tragarse su orgullo, pero de no haber estado el párroco delante...
-Bueno, pues nada... –masculló con una voz que traslucía su irritación reprimida, aunque en su rostro hubiese una sonrisa no menos tensa y falsa que la voz.
Javier, que hasta ese momento había permanecido quieto y callado como un pasmarote, se decidió por fin a intervenir.
-Pero, María, ¿está segura? Mire que no está en condiciones de ser demasiado exigente...
-Lo sé, Javier, pero aun así creo que puedo encontrar algo mejor –remató María, acabando de enojar a Mercedes del todo.
-¿Ah, sí? ¿Algo mejor? Pues sepa usted que esta era la casa de mi difunta madre y que era infinitamente más señora que usted, a quien en un sitio decente no la dejarían ni pasar de la puerta.
-¡Mercedes! –exclamó Javier.
-Lo siento –farfulló Mercedes con la respiración agitada y tratando de contenerse por vergüenza de la idea que pudiera hacerse de ella el sacerdote-, lo siento. Es que no me gusta que nadie hable de mis cosas con ese desprecio.
-Vamos, no se enfaden ustedes... –terció Javier apoyando la palma de una mano en el brazo de María y la de la otra en el de Mercedes, como si con ese gesto quisiera unirlas a las dos, con lo cual logró amansarlas.
-Disculpe si la he molestado. No era mi intención –mintió María.
-Venga, mujeres... –continuó Javier con voz melosa al ver que parecía tener éxito en su empeño de poner paz-, si lo que tendrían es que ser amigas. Dos señoras que están solas, y además tan guapas las dos. -Con esa frase logró arrancarles a ambas una sonrisa-. ¿No se han fijado en algo muy curioso? Las dos tienen los ojos de idéntico color, y eso que un color así no lo había visto en mi vida.
Fue entonces cuando ambas se miraron mutuamente con fijeza y, cada una de ellas, por un instante, se sintió como si se hubiese visto reflejada a sí misma en los ojos de la otra. Durante unos segundos ambas experimentaron una inquietante y extraña impresión: un vacío en el estómago, la piel de gallina y una especie de escalofrío. María, además, creyó marearse. Pero ninguna confesó aquella inexplicable sensación.
-Sí..., es curioso –se esforzó por sonreír Mercedes, para cambiar de tema inmediatamente-: En fin, qué le vamos a hacer. Lástima que hayamos venido todos para nada.
Ya en la calle, María se despidió de ellos para echar a andar en dirección opuesta. Aún tenía en el pensamiento los ojos de Mercedes que la habían impresionado. Se le pasó por la cabeza la pregunta, pero enseguida desechó aquella posibilidad. No..., no, una mujer tan horrible jamás podría ser sangre de mi sangre, se dijo, y continuó andando aliviada.
Olga Beltrán Filarski
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