En los intrincados recovecos de su memoria yacen soterrados
recuerdos remotos, el legado genético de sus antepasados, el conocimiento
inconsciente de aquello para lo que la naturaleza la creó, sus ancestrales
instintos desterrados, sofocados en un exilio de por vida en la celda en que
nació cautiva, su cuerpo, prisionero, como su alma; un ser degradado entre
rejas a través de las que cientos y miles de ojos horadan su intimidad. Jamás
ha contemplado los rayos del sol irrumpiendo como lanzas ígneas entre la vegetación
exuberante, nunca trepó a los árboles para olisquear la cúpula del cielo que la
selva cicatera niega a sus criaturas, ni anduvo con su sigilo de felino por las
ramas nudosas enmarañadas de plantas que también sienten nostalgia de la luz.
No ha escuchado chillidos y cantos de pájaros voluptuosos, ni han colmado su
olfato olores incitantes de apetecibles presas que excitan la adrenalina,
desconoce el vértigo de la caza envuelta por las cómplices sombras de la noche,
la libertad y el placer de pasear con orgullo su silueta esbelta y temible
entre el follaje viendo y sin ser vista, protegida por la espesura de miradas
indeseables.
Anda de un lado a otro de su reducida celda, inquieta, cabizbaja,
hastiada, humillada en su prisión, mientras la gente contempla en su día de
asueto el patético remedo de una pantera. Debe agradecer a sus carceleros, como
muchos de los otros seres castrados que residen entre los muros del presidio,
al servicio de la insaciable curiosidad humana, la supervivencia de su especie,
amenazada en los territorios para los que la naturaleza la dotó, la
supervivencia a cualquier precio, a costa de toda dignidad, una supervivencia
engañosa; e inútil: la pantera real no es ese ser degenerado de mirada triste
que se consume entre barrotes, jamás nadie podrá enseñarle a nadie qué es una
pantera a través de esa lamentable visión. Lo único que podría aprenderse ante
esa jaula es lo que no debe hacérsele jamás a un ser vivo.
Olga Beltrán Filarski
No hay comentarios:
Publicar un comentario