Por los sombríos pasillos de los juzgados
reptan impúdicas las miserias,
se convulsionan desasosiegos y rencores.
Sus gélidas entrañas de mármol blanco y hormigón
regurgitan vergüenzas y rencillas.
En el aire denso que vibra entre sus muros
hiede la putrefacción,
en polvorientos anaqueles saturados,
en mesas de secretarios arrogantes,
en grises expedientes.
Crónicas de pequeños y grandes dramas
duermen su sueño inquieto
en carpetas de colores sarcásticamente apacibles.
Esperan al juez que sentencie los destinos,
al frágil y falible ser humano que dictamine
quién inocente y quién culpable,
que escarmiente o exima.
El pequeño e impasible ser
revestido de solemne toga negra
al que la vida fraguó como a los demás,
por la avenidas del sufrimiento y los temores
y que, como los demás, va manchado por el lodo
de los recuerdos dolorosos que le hicieron ser quien es,
un ser humano modelado con carne, huesos,
anhelos, apegos y fobias que ninguna ley podrá acallar.
Furgones policiales arrojan hombres esposados
al bajo vientre del purgatorio terrenal.
Sepultados en la jaula se muerden los puños.
Tras las rejas negras de los lúgubres ventanucos a pie de calle
escuchas los lamentos y la congoja de quienes los esperan fuera,
ven avanzar las piernas de los que andan en libertad,
ajenos a sus quebrantos,
prisioneros quizás de otras cárceles,
pero ellos, allí abajo,
más abajo que el resto del mundo,
enterrados vivos,
cautivos de los imperturbables mercenarios de la ley,
de la justicia tramposa de ojos descubiertos y balanza desigual,
que engulle vidas y sesga cabezas desheredadas
mientras cobija bajo el ala,
en sus vericuetos intrincados,
a los cachorros de la estirpe que la engendró.
Olga Beltrán Filarski
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