A simple vista se trataba de un
sendero sencillo de recorrer; no era pedregoso, ni demasiado zigzagueante,
carecía de pendientes... Lo contemplaba desde una torre de madera destartalada
por el azote de los elementos y por el paso del tiempo que servía de
observatorio a pacientes ornitólogos y a paseantes que desearan hacer un alto
en el camino para consumir su tiempo ocultos en aquel rincón de paz, desde el
cual la vista divisaba todo el prado hasta perderse en un horizonte recortado
tan solo por las siluetas de algunos árboles que parecían rizadas excrecencias.
Partiendo en dos la monotonía de la llanura estaba él, el sendero
blanquinoso, deslizándose sereno entre el verde suave de la vegetación de aquel
lugar. Discurría tan sosegadamente que tentaba a acercarse y a recorrerlo,
igual que una de esas maquetas por las que circulan los trenes de juguete en
los que las poblaciones, las vías férreas, las colinas y los caminos desprenden
tal armonía que dan ganas de poder convertirse en un hombre diminuto, como el
viejo Gulliver, y adentrarse en ese mundo tan aparentemente ordenado, bello y apacible
en el que nada se vislumbra del caos que invade nuestras existencias en el
mundo real.
Si desde la posición en que yo me hallaba acomodada en la
torre-observatorio hubiera visto recorrer el sendero a alguien en bicicleta y
ese supuesto ciclista, sin motivo aparente, hubiese caído, habría yo pensado
que no se trataba más que de un patoso, pues resultaba ridículo tropezar y caer
en un camino tan llano y amable, y seguramente me habría burlado de aquel a
quien yo tomaba por un torpe, pero esto habría sucedido únicamente en el caso
de que yo misma no hubiese recorrido antes también en una bicicleta aquel
sendero. Sólo visto muy de cerca, o, mejor dicho, hallándose exactamente sobre
él, podía uno darse cuenta de que era arenoso y de que las ruedas de una bicicleta
derrapaban con facilidad al hundirse en cualquiera de los numerosos y pequeños
montones de arena que lo ondulaban sutilmente y que le proporcionaban ese
aspecto blanquinoso que tan agradable resultaba a la vista en contraste con el
verde del prado.
Igual que habría tildado yo de patoso al ciclista que cayese en el
sendero de no haberlo recorrido antes yo misma unos días antes y conocer por
tanto su dificultad real, así juzgamos a los demás en el recorrido por sus
vidas, cuyos auténticos obstáculos ignoramos absolutamente y de las cuales tan
solo conocemos la apariencia que ofrecen a los ojos que las contemplan a
distancia como desde un observatorio en el que jamás se es protagonista. Muchas
veces se nos antoja el camino de los demás sencillo y apacible, igual que aquel
sendero que trajo estos pensamientos a mi cabeza mientras empezaba a atardecer
y de los que el zumbido de un moscardón que revoloteaba impertinente a mi
alrededor acabó por apartarme.
Olga Beltrán Filarski
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