arterias de la urbe bombeando su
circulación,
humo, frío, rostros taciturnos,
cielo gris, días grises, almas lánguidas.
La máquina no se detiene.
El refugio de un café,
una impoluta mesa de mármol,
vaho en los cristales,
una tregua en el fragor de la batalla.
Tintineo apresurado de cucharillas,
diligentes oficinistas acicalados
rebañando los minutos de un respiro,
afanosos obreros del hormiguero.
Y en la pequeña taza blanca,
el latido del universo
reposando dormido tras la faena
de semillas fecundadas,
de manos campesinas,
de las fértiles entrañas de la tierra,
de los ciclos incansables del agua,
del sol y del influjo de la luna.
Todo contenido en esa taza de café,
que será apurada de un sorbo
indiferente
con prisa por regresar a los ciclos inmutables
de la rutina,
a una naturaleza muerta de ascensores,
calefacciones y aires acondicionados,
de moquetas y espíritus adormecidos.
Olga Beltrán Filarski
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