Paseando por Berlín descubrí dos cementerios de guerra: el de los combatientes aliados pertenecientes a los países de la Commonwealth[1] caídos durante la Segunda Guerra Mundial, y otro que ocupa solo una parte del mayor cementerio judío de Europa, en el distrito berlinés de Weißensee, y en el que se hallan enterrados hombres judíos fallecidos en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial.
El primero que visité fue el de la Commonwealth. Había visto cementerios de este tipo en televisión e incluso en fotografías, pero jamás pisé uno hasta ese momento. Al andar por allí, en medio de ese silencio solemne en el que solo los pájaros se atreven a levantar la voz, avanzando por un piélago de impolutas cruces blancas tan uniformes y simétricamente dispuestas como en una formación militar, estremece ser consciente de que, bajo tus pies, bajo la mullida alfombra verde de tierna hierba, yacen los restos de un sinfín de hombres muy jóvenes, algunos casi niños, todos ellos víctimas de la estupidez, la sinrazón, la codicia y la barbarie humanas. Estremece más aún leer las inscripciones de las cruces, que revelan el dolor de sus familias, su añoranza, su pesadumbre, el vacío que en ellas dejó la ausencia de su ser querido: padres que perdieron a sus hijos -algunos de ellos hijos únicos-, hijos que perdieron a sus padres –la mayor parte bebés o niños muy pequeños-, esposas a las que les arrebataron a sus maridos... Todo el mundo debería visitar un lugar así y experimentar la impresión y la tristeza que se esparcen por dentro al contemplar ese paisaje desolador que no tendría que existir en ningún lugar. Los seres allí enterrados murieron tratando de enmendar los errores de personas con auténtico poder, económico y político, que por sus intereses habían conducido al mundo hasta ese punto de aberración, poderes de ambos bandos, a los que nada importó abocar a la tragedia y la muerte a millones de personas con las que jugaron como si de peones de ajedrez se tratase. Ellos yacen allí muertos y los generales y políticos se colgaron las medallas, los mismos que directa o indirectamente habían aniquilado a esos hombres, y aún se conmemora con ceremonias militaristas –más de lo mismo- aquella victoria en una conflagración que representó la derrota más grande de la Humanidad y que entre todos habían tejido. Mientras los fascismos avanzaban en Alemania, en Italia y en España, el resto de gobiernos europeos prefería mirar hacia otro lado, lo toleraba. Temían más al comunismo. Permitieron a los nazis prepararse y extenderse tanto que su acometida se volvió imparable; se les fue de las manos. Francia y Gran Bretaña hubieron de esperar a que Hitler se aliase con el comunista Stalin para declararle la guerra a Alemania.
Si alguna conmemoración debiera hacerse habría esta de servir para recordar los errores que condujeron a la tragedia colectiva y a millones de tragedias individuales y evitar que volvieran a producirse. Mas no veo cómo puede lograrse esto con exhibiciones de aviones de guerra, bandas militares y más banderas.
La mayoría de tumbas de civiles del cementerio judío de Weißensee ofrecía un lamentable aspecto de abandono, al menos en la época en que yo lo visité -ignoro si hoy en día ha cambiado-. Pertenecen casi todos los sepulcros a personas fallecidas hace muchas décadas, algunas incluso más de un siglo. Imagino que una gran parte de los descendientes de quienes yacen a los pies de esas lápidas en estado ruinoso no debió de sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial y los que sí lo hicieron probablemente se marchasen a otros lugares tras la guerra. Atrás quedaron las tumbas de sus seres queridos, devoradas por las dentelladas del paso del tiempo, el abandono y la hiedra polvorienta, entre montones de hojas secas. Comprobé que solo una parte del cementerio se encontraba en perfecto estado de conservación, pues era evidente que se le prodigaban cuidados continuos. Se trataba de la zona en que se hallan las tumbas de los soldados judíos alemanes caídos en la Primera Guerra Mundial. Preside esta zona del cementerio un monumento que la comunidad judía de Berlín erigió en honor de estos jóvenes (para usar este último adjetivo no hay más que leer las fechas de nacimiento y defunción de cada uno de ellos inscritas en las lápidas). Solo ellos merecían estos cuidados y se hallaban exentos de la necesidad del pago de una cuota por parte de sus familiares vivos para que sus tumbas no ofrecieran el patético aspecto que mostraba la mayor parte del resto. Dieron la vida por su patria y ello les había concedido esos privilegios póstumos.
Resulta trágicamente irónico pensar que los jóvenes cuyos restos yacían bajo la tierra que yo pisaba en esos momentos murieron por una patria que en poco más de dos décadas habría de querer arrojarlos de su seno y destruirlos como una madre que devorase a sus cachorros.
Imagino que la comunidad judía recuerda con ese monumento cómo sus antepasados, igual que el resto de alemanes, dieron también sus vidas por la patria, aun cuando esta renegase luego de ellos a traición, y esas tumbas son prueba fehaciente de ello, pero, como todas las otras tumbas de guerra del mundo, ya pertenezcan a judíos, gentiles, blancos, negros, amarillos, musulmanes, budistas o ateos, también son prueba de lo absurda que resulta nuestra concepción de lo que significa “dar la vida por la patria”. ¿No debería más bien llamársele “darle muerte a la patria” el hecho de sembrar su suelo de cadáveres, regar sus tierras con sangre y abonarlas con huesos de jóvenes, viejos, hombres, mujeres y niños, arrasar cosechas, edificios, hospitales, escuelas y fábricas, matar y dejarse matar, enriquecer a los que se nutren de toda esa destrucción, sembrar el odio, aniquilar las libertades y el pensamiento...? No existe patria, ni razón, ni idea que justifique todo eso.
¿Cómo puede construirse o defenderse un país de ese modo? Quien participa de semejante demencia colectiva diciendo que lo hace por amor a su país posee una pervertida idea de lo que es el amor. Se construye el país al que se ama fomentando en él el respeto por los demás, la ética, la cultura, el arte, la ciencia, la justicia, la libertad, la educación... Y todas esas cosas... solo traen vida. Nadie debe dar su vida por ellas, si acaso serán ellas las que harán sentir más vivos a quienes las practiquen, jamás dejarán a un país en ruinas y repleto de huérfanos, tullidos y cadáveres. Todas esas cosas... construyen un país y lo convierten en mejor, y dedicar a ellas la vida sí que es dar la vida por la patria.
Olga Beltrán Filarski
[1] Asociación de carácter político y económico conformada por el Reino Unido y por países que comparten lazos históricos con él. Durante la época de la 2º Guerra Mundial formaban parte de ella Reino Unido, Australia, Nueva Zelanda, Canadá, Sudáfrica y Chipre.