Reinaldo García Hoyos había ido divisando la ciudad a medida que el buque mercante Panamá se aproximaba a los muelles en una lentitud que a él se le hacía exasperante tras tantos días de navegación entre hombres rudos y parcos en palabras, con el olor a herrumbre, a sudor y a salitre adherido a la nariz.
Sus ojos esforzados fueron abriéndose paso poco a poco entre la bruma temblorosa de las primeras horas de un amanecer de marzo que envolvía la ciudad como un capullo al gusano de seda. Desde allí y en ese preciso instante, cualquier forastero que se aproximase por vez primera, la hubiese imaginado una ciudad gris, de calles y muros renegridos, una ciudad fuliginosa de gentes con el alma indefinida, chorreando tristeza, almas evanescentes, como aquella neblina inconsolable que exhalaba humedad, como aquella luz que no pertenecía ni al día ni a la noche, luz sin dueño.
Reinaldo era marino desde niño. A los catorce años se embarcó por vez primera; un cachorro muerto de espanto y de excitación a un mismo tiempo que dejaba atrás el nido en que se crió, el único refugio que había conocido hasta entonces, y se aventuraba a encararse solo al auténtico mundo, rumbo a un destino desconocido. Descubrió países, ciudades remotas, costumbres extrañas, caracteres incomprensibles, lenguas indescifrables, y noches de soledad mecido por el mar sintiendo la angustia de la lejanía, la pérdida de las raíces y la incertidumbre de su destino. Creyó al principio que con el tiempo esa congoja íntima y vital se desvanecería igual que la niñez se marcha para no volver sin que uno lo sienta, pero no fue así. Y esa fría mañana de Marzo, que en nada presagiaba la cercanía de la primavera, mientras el Panamá atracaba en un puerto más, la morriña ansiosa seguía allí, anclada con más fuerza que aquella con que la enorme áncora del Panamá penetraría jamás en el fondo marino, pero también una vez más, como hacía en todos los puertos, ignoró Reinaldo la rémora que llevaba adherida al alma, igual que el casco mismo del buque, y aunque el alma humana no podía calafatearse, él trataba de remozarla para evitar que se volviese quejosa y vieja sumergiéndola en el sopor del alcohol y en el cuerpo de alguna mujer siempre que ponía el pie en tierra firme. La tibia y mórbida carne femenina lo deleitaba brindándole la sensación más dispar a la de hallarse en el barco, tan duro y frío, áspero, reseco por la sal, nauseabundo incluso en sus olores. Nada tan tierno y cálido como un cuerpo de mujer, nada tan alejado de la rudeza de los hombres del mar, curtidos por dentro y por fuera, desarraigados itinerantes.
Encontró aquella noche a María deambulando en una calleja oscura de las cercanías del puerto, con el rostro muy pintado y una flor blanca en el cabello. Era muy joven, y guapa. Ella lo miró con sus ojos rasgados de un insólito gris azulado, entre misterioso y melancólico, que reflejaban una extrañeza mal disimulada: era la primera vez que trataba con un mulato y sintió cierto reparo, ella, que con tantos hombres desconocidos y de aire más embrutecido que Reinaldo había hecho tratos sin recelos. Pero cuando él le habló, su acento le sonó meloso y tranquilizador y dejó de dudar; un hombre con una voz tan dulce no podía hacerle ningún daño. Lo condujo a su cuarto, en una pensión vieja y sombría de la que entraban y salían parejas, todas con aspecto de haber ido allí a hacer lo mismo que ellos dos. Sabes a melaza, se le ocurrió a ella susurrarle al oído –sin caer en la cuenta de que en realidad no conocía el sabor de la melaza- mientras lo tenía encima balanceándose sobre su cuerpo, como si aún no se hubiera desembarazado del ritmo del mar. Jamás había ella gozado del placer sexual con un cliente, pero con Reinaldo lo hizo. La excitó el contraste entre su piel tan blanca y la broncínea del hombre, la una contra la otra pegadas entre ellas por la humedad de las carnes; la excitó su olor, como a madera y a un tabaco muy puro; la excitó la fuerza que percibió en los fornidos brazos que la rodeaban y entre los que se sintió muy menudita y totalmente poseída... Fue algo inusitado: el primer orgasmo con un hombre que pagaba por yacer con ella.