Tuve
una gata blanca y pelirroja llamada Kitty. Mi pareja y yo la habíamos
encontrado siendo muy pequeña, una cría, en las obras de unos chalés que se
construían frente al mar. Parecía que alguien la hubiera abandonado allí, o que
hubiese perdido a su madre. Al principio nos temió; no quería dejarse atrapar,
ignorante de que lo único que pretendíamos era llevarla con nosotros, darle un
hogar. Bastó con echarle una cazadora por encima para que su minúsculo pero
rápido y ágil cuerpecito fuese incapaz de escapar, confundido en la oscuridad
que de repente se cernió sobre él y entorpecido bajo el peso del cuero y la
tela que le impedía avanzar. Pero enseguida se acostumbró a nosotros, y aún más
a la casa de campo en la que vivíamos, donde tanto podía dormir plácidamente en
el sofá acurrucada frente al fuego como corretear en libertad en el exterior,
donde la esperaban innumerables tesoros: desde el reto de conseguir trepar a un
árbol, perseguir a una mariposa o a cualquier otro sufrido insecto, hasta
brincar por la tierra arada y tierna, de surco en surco, escondiéndose entre
ellos como si se creyera un soldado que va avanzando hasta las trincheras
enemigas. Fue en esa casa donde tuvo su primer encuentro con un ratón. Era un
ratón de campo, de pelaje marrón, al que vi bajar corriendo por el pasamanos de
la escalera mientras Kitty, empujada por su instinto, daba brincos intentando
atraparlo, aunque aún no contaba ni cinco meses y era todavía incapaz de
cazarlo. Corría el roedor a una velocidad tal que estuve a punto de perderlo de
vista. El infortunado ratón fue a elegir el sitio menos apropiado en su huida y
entró en el cuarto de baño, un lugar pequeño y sin apenas muebles ni recovecos
donde le fuera posible esconderse. Vi a Kitty entrar tras él. Me dirigí hacia
allí dispuesta a sacar a la gata y a abrir la ventana para darle a su víctima
la ocasión de escabullirse, pero cuando llegué fui testigo de cómo Kitty le asestaba un buen
zarpazo al ratón, y aunque este siguió intentando huir, ahora más torpe y
lentamente, estaba sangrando. Su perseguidora, de pronto, parecía menos nerviosa
y lo contemplaba con curiosidad, alargando la pata para apenas tocarlo
levemente, como si quisiera tan solo examinarlo en un juego despiadado. Pensé
que, puesto que estaba herido, lo mejor sería matar al ratón, que cada vez se
veía más débil y que se había detenido en un rincón de la ducha, con aspecto de
hallarse exangüe. Aún no había tenido ni tiempo de sacar a la gata de allí
cuando esta se abalanzó de nuevo sobre él, quien volvió a correr en una huida
inútil. Agarré a Kitty y salimos las dos del cuarto de baño. Cerré la puerta y
fui a buscar una azada, pensado que era la única manera de terminar con aquel
pobre animalillo, de un único y rápido golpe certero, cuanto antes mejor.
Cuando, armada ya, volví a entrar en el baño, el ratón echó a correr de nuevo, dándose
cuenta de que yo quería matarlo, e hizo algo que me impresionó tanto que,
muchos años después, aún no he podido olvidar, algo que yo hubiera creído
imposible que un minúsculo cerebro de ratón fuera capaz de tramar:
comprendiendo cuál era mi intención, trató de hacerse pasar por muerto a fin de
engañarme, pensando que de ese modo yo me daría por satisfecha al creerlo sin
vida y me marcharía, lo cual sería su ocasión para huir. El animal estaba
corriendo y de repente se detuvo, se tumbó de costado en el suelo y se quedó
inmóvil, con sus diminutos ojillos cerrados, pero algo lo delataba: su corazón
latía frenéticamente, como si diera brincos bajo la piel y el pelaje tratando
de huir también él de aquel cuerpo ya condenado. Yo no podía creer lo que veía.
Quizás no era eso, no era posible; tal vez se había desvanecido, herido como
estaba. Pero, entonces, ¿cómo podía su corazón latir tan desaforadamente? Para
comprobarlo lo rocé ligeramente con el pie, no por ello sin dejar de sentirme
cada vez más compungida por él. Inmediatamente se incorporó y empezó a correr
de nuevo, demostrándome así que lo que yo suponía era cierto: el animal había
pretendido engañarme en un intento desesperado de salvar la vida. Por un
momento dudé, desconcertada, entre dejarlo escapar o matarlo, pero lo veía
claramente herido y pensé que lo mejor sería evitarle sufrimientos. En cuanto
se detuvo no lo pensé más. Haciendo acopio de valor lo maté de un solo golpe.
Pero aún a veces me acuerdo de él, de lo que me sorprendió su astucia, el cómo
pudo tramar una estrategia así en unos segundos de pánico para salvarse y,
sobre todo, me hizo darme cuenta de lo poderoso que es el instinto de
supervivencia con que nacemos, ese intrínseco apego a la vida, en ocasiones
incluso a una vida que quizás no valga el precio de tantos sufrimientos y esfuerzos
y a la que nos aferramos igual que aquel pobre animal acorralado se aferraba a
su pequeña y frágil vida de ratón.
Todavía en ocasiones me
pregunto si tal vez se hubiera salvado de no haberlo matado yo, si quizás hice
mal. O tal vez no..., tal vez, como era mi intención, tan solo le ahorré
sufrimientos... No sé.
Olga Beltrán Filarski
Olga Beltrán Filarski